Etiqueta: Michael Cera

  • los hijos del tiempo no nacieron para ser devorados

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    Las obras de cul­to, las ver­da­de­ras obras maes­tras, ge­ne­ral­men­te no son en­ten­di­das en su tiem­po por un pú­bli­co más preo­cu­pa­do de mi­rar­se el om­bli­go en una pseudo-intelectualidad aco­mo­da­da que en una ver­da­de­ra re­vo­lu­ción de los có­di­gos socio-estéticos. Esta re­vo­lu­ción tie­ne nom­bres y ape­lli­dos y, ade­más, des­de su mis­mo tí­tu­lo nos de­ja muy cla­ro que vie­ne pa­ra en­fren­tar­se con­tra no­so­tros. Es Scott Pilgrim vs. The World. Y es que co­mo la ver­sión ci­ne­ma­to­grá­fi­ca de un có­mic de cul­to en la ac­tua­li­dad des­per­tó el te­mor de to­dos aque­llos cuan­tos se acer­ca­ban a ella. Ahora bien, el he­cho de que es­tu­vie­ra de­trás Edgar Wright ya nos da­ba cier­ta se­gu­ri­dad aun con la du­do­sa elec­ción de Michael Cera co­mo Scott Pilgrim. El re­sul­ta­do fi­nal es ab­so­lu­ta­men­te perfecto.

    Todos co­no­ce­mos la his­to­ria, un jo­ven de 22 años de Toronto, Scott, se ena­mo­ra de una chi­ca neo­yor­ki­na que aca­ba de mu­dar­se a la ciu­dad, Ramona, y pa­ra po­der es­tar con ella de­be­rá en­fren­tar­se a sus 7 ex-novios mal­va­dos. También ten­drá que en­fren­tar­se a sus pro­pios sen­ti­mien­tos pa­ra po­der es­tar con ella. Y es­te es uno de los te­mas que más y me­jor ex­plo­ta de for­ma con­ti­nua­da la pe­lí­cu­la: el co­mo se crea el amor en su for­ma más ino­cen­te, pu­ra, en una pa­la­bra, real. No de­be­mos ol­vi­dar ja­más que Scott Pilgrim no es más que un ar­que­ti­po del hom­bre jo­ven ena­mo­ra­do que ma­du­ra me­dian­te el pro­ce­so de in­ten­tar es­tar en una re­la­ción sa­lu­da­ble con Ramona. Desde su ob­se­sión al ver­la en sue­ños (el anhe­lo de en­con­trar la mu­jer ama­da), el sen­tir que ella es la chi­ca de sus sue­ños li­te­ral­men­te (el sen­ti­mien­to de ha­ber en­con­tra­do un al­ma ge­me­la se­gún la ve­mos) y fi­nal­men­te, la acep­ta­ción del amor, pro­pio y ajeno, co­mo for­ma de con­su­mar la re­la­ción y la ma­du­rez. Todo es la li­te­ra­li­za­ción de la lu­cha que te­ne­mos to­dos y ca­da uno de no­so­tros cuan­do nos ena­mo­ra­mos. Luchamos con­tra los ex-novios de nues­tras pa­re­jas a tra­vés de la su­pera­ción de nues­tros ce­los y te­mo­res del mis­mo mo­do que so­lo cuan­do no so­lo ama­mos a la otra per­so­na, sino nos acep­ta­mos a no­so­tros, es cuan­do real­men­te po­de­mos es­tar con esa per­so­na. Debemos acep­tar la vi­da y el amor con sus pro­pias re­glas sin de­jar de ser no­so­tros mismos.

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  • el humor como catalizador de la amistad

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    Imaginemos una pa­re­ja de ami­gos: uno un chi­co con so­bre­pe­so ob­se­sio­na­do con el se­xo con más bo­ca que mi­che­li­nes y el otro un chi­co tí­mi­do, tierno y con un gran sen­ti­do éti­co. Juntos, en su úl­ti­mo ve­rano an­tes de la uni­ver­si­dad, in­ten­ta­rán con­se­guir su ob­je­to de de­seo, fo­llar. Y es­ta es la pro­pues­ta de Superbad de Greg Mottola.

    El ins­ti­tu­to es­tá apun­to de aca­bar y los in­se­pa­ra­bles Seth (Jonah Hill) y Evan (Michael Cera) irán ca­da uno a una uni­ver­si­dad di­fe­ren­te. Así el pa­sar es­tos úl­ti­mos me­ses jun­tos y el in­ten­tar fo­llar an­tes de la uni­ver­si­dad les lle­va­rá a una odi­sea por lle­gar a la ca­sa don­de se ce­le­bra­rá la fies­ta don­de se­rán los hé­roes por lle­var el al­cohol y con­se­gui­rán su ob­je­to os­cu­ro de de­seo. Así se con­for­ma una ejem­plar co­me­dia ju­ve­nil de la fac­to­ría Apatow la cual nos da una con­ti­nua pa­ti­na de hu­mor des­ce­re­bra­do. Pero en­tre to­da la co­me­dia, al fi­nal, lo im­por­tan­te no es si con­si­guen no­via o no los pro­ta­go­nis­tas, sino co­mo su amis­tad ha so­por­ta­do (y so­por­ta­rá) la in­mi­nen­te se­pa­ra­ción. Aunque creían que pa­ra ellos lo más im­por­tan­te era fo­llar, en reali­dad, lo más im­por­tan­te eran el uno pa­ra el otro. Esta her­mo­sa re­fle­xión lle­ga mien­tras nos dan un ejem­plar ejer­ci­cio de hu­mor en el cual no fal­tan las con­ti­nuas re­fe­ren­cias a los cli­chés del ge­ne­ro, lle­va­dos has­ta el ex­tre­mo en mu­chos ca­sos, y la con­ti­nua ri­di­cu­li­ca­ción de sus per­so­na­jes. Personajes que, in­clu­so ri­di­cu­li­za­dos, nun­ca de­jan de ser entrañables.

    Incendios, dis­pa­ros, hos­tias, bo­rra­che­ras y mo­men­tos de se­xua­li­dad chus­ca son la car­ta de pre­sen­ta­ción de una co­me­dia que jue­ga con­ti­nua­men­te con sus re­fe­ren­tes in­me­dia­tos. Y al fi­nal, lo úni­co que que­da, es el amor: co­mo amis­tad, co­mo ro­man­ce o co­mo amor ha­cia la fies­ta des­ce­re­bra­da ado­les­cen­te que no se plan­tea las con­se­cuen­cias de los actos.