Etiqueta: natural

  • Un cierto momento del tiempo. Análisis de la objetividad y la subjetividad a través del plano secuencia

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    Cuando ha­bla­mos al res­pec­to del ci­ne, uno de los ele­men­tos que atrae­rán de for­ma sis­te­má­ti­ca la mi­ra­da de Gilles Deleuze es el de plano se­cuen­cia Ahora bien, ¿qué es el plano se­cuen­cia? Para sa­ber­lo lo me­jor se­rá acu­dir a las pa­la­bras del maes­tro del plano se­cuen­cia, a la sa­zón uno de nues­tros ob­je­tos de es­tu­dio a tra­vés del cual vis­lum­brar al­gu­na cla­se de con­clu­sión con res­pec­to de la obra de Deleuze, Pier Paolo Pasolini:

    Observemos el film de 16 mm. que un es­pec­ta­dor, en­tre la mul­ti­tud, ro­dó so­bre la muer­te de Kennedy. Se tra­ta de un plano-secuencia; y es el más ca­rac­te­rís­ti­co plano-secuencia.

    El espectador-operador, en efec­to, no eli­gió án­gu­los vi­sua­les: fil­mó sim­ple­men­te des­de don­de se en­con­tra­ba, en­cua­dran­do lo que su ojo —me­jor su ob­je­ti­vo— veía.

    El plano – se­cuen­cia ca­rac­te­rís­ti­co es, por lo tan­to, una to­ma «sub­je­ti­va»PASOLINI, P.P., Discurso so­bre el plano-secuencia o el ci­ne co­mo se­mio­lo­gía de la reali­dad, Problemas del Nuevo ci­ne, Alianza, Madrid, 1971, p. 61, En li­nea: http://estafeta-gabrielpulecio.blogspot.com.es/2009/11/pier-paolo-Pasolini-discurso-sobre-el.html.

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  • La inversión de los valores demuestra toda su ausencia de naturalidad

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    El cu­rio­so ca­so de Benjamin Button, de F. Scott Fitzgerald

    Aunque pue­da pa­re­cer­nos se­duc­to­ra la idea de ir con­tra co­rrien­te de la de­ci­sión po­pu­lar con res­pec­to de co­mo de­be ser el mun­do de­be­mos te­ner en cuen­ta que, aun cuan­do pue­de de­ter­mi­nar una se­rie de be­ne­fi­cios da­do, si so­mos la ex­cep­ción a la re­gla lo más co­mún es que sea­mos tor­pe­dea­dos de for­ma in­mi­se­ri­cor­de por aque­llos que com­par­ten exis­ten­cia con no­so­tros. F. Scott Fitzgerald era cons­cien­te de es­to, por­que de he­cho no po­día no ser­lo: es­cri­tor, des­pil­fa­rra­dor en la gran cri­sis, miem­bro de la ge­ne­ra­ción per­di­da, hom­bre de in­te­li­gen­cia con­tras­ta­da; él mis­mo era un ex­cep­ción sin­gu­lar, una ra­ra avis que la so­cie­dad qui­zás acep­tó pe­ro nun­ca com­pren­dió. Ser el chi­co ra­ro del ve­cin­da­rio, aun cuan­do sea com­pren­di­do y acep­ta­do, siem­pre pro­du­ce una an­gus­tia vi­tal que re­co­rre ca­da ins­tan­te de la exis­ten­cia, im­pi­dien­do que no se pue­da de­jar de te­ner siem­pre la sen­sa­ción de que se nos acep­ta por la sin­gu­la­ri­dad mis­ma de la que ha­ce­mos po­se­sión. No so­mos un igual, so­mos el ob­je­to de la com­pa­sión y re­pul­sión de to­dos aque­llos que nos rodean.

    Ahora bien, ¿por qué acep­ta la so­cie­dad a es­tos bi­chos ra­ros que es im­po­si­ble que se sien­tan ja­más par­te de ella ‑por­que, a fin de cuen­tas, siem­pre es­tán más allá de es­ta? Porque el sue­ño de to­do in­di­vi­duo en so­cie­dad es ser di­fe­ren­te, es con­se­guir la in­ver­sión per­fec­ta de aque­llo que es. Aunque sea in­fi­ni­ta­men­te có­mo­do, na­die quie­re ser igual que su ve­cino; to­do el mun­do quie­re ser di­fe­ren­te de los de­más, pe­ro só­lo de tal mo­do que se les re­co­noz­ca con ge­nuino in­te­rés esa di­fe­ren­cia co­mo al­go po­si­ti­vo y agra­cia­do que imi­tar. Es por ello que no de­ja de re­sul­tar cu­rio­so que Mark Twain afir­ma­ra que es una lás­ti­ma que el me­jor tra­mo de nues­tra vi­da es­tu­vie­ra al prin­ci­pio y el peor al fi­nal, por­que de he­cho es una glo­ri­fi­ca­ción de la di­fe­ren­cia a par­tir de la fa­mi­lia­ri­dad: lo que nos es fa­mi­liar, lo que nos es nor­mal, nos re­sul­ta co­mo al­go in­de­sea­ble pe­ro su ab­so­lu­to opues­to nos se­du­ce co­mo la po­si­bi­li­dad de una vi­da in­fi­ni­ta­men­te me­jor. Pero, ¿en ver­dad es­to se­ría así? Esto es pre­ci­sa­men­te lo que in­ves­ti­ga Fitzgerald en El cu­rio­so ca­so de Benjamin Button.

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  • las mejores cosas de la vida empiezan y terminan

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    ¿Quién no se ha ena­mo­ra­do pla­tó­ni­ca­men­te de una per­so­na a la cual só­lo co­no­ce de vis­ta? Cada ges­to su­yo pa­re­ce fas­ci­nan­te, los de­fec­tos pa­re­cen al­go en­can­ta­dor y no nos po­de­mos im­pe­dir so­ñar en que fas­ci­nan­tes pen­sa­mien­tos se es­con­de. Sólo hay al­go que os se­pa­ra el uno del otro: la ver­güen­za. Pero de es­to úl­ti­mo no sa­be na­da -¿o qui­zás sa­be de­ma­sia­do?- Nacho Vigalondo y se de­cla­ra co­mo só­lo se pue­de de­cla­rar un hom­bre, bai­lan­do y can­tan­do pa­ra ella en 7:35 de la ma­ña­na.

    Ella en­tra al bar y to­dos es­tán ex­tra­ños, un hom­bre pe­cu­liar em­pie­za a can­tar y bai­lar im­pli­can­do a to­dos los que es­tán en el bar en una per­for­man­ce su­rrea­lis­ta. El cin­tu­rón de bom­bas que lle­va le le­gi­ti­ma pa­ra po­der ha­cer­lo ya que, tan­to en el amor co­mo en el ar­te, to­do es con­flic­to. No hay na­da de­ja­do al azar, to­do es­tá plan­tea­do en una per­fec­ta ac­tua­ción en la no pue­de sa­lir ab­so­lu­ta­men­te na­da mal. El re­sul­ta­do es un es­pec­tácu­lo im­po­nen­te, ca­te­dra­li­cio, don­de mú­si­ca y bai­le, el so­ni­do y la ima­gen, se con­ju­gan en per­fec­ta ar­mo­nía pa­ra con­tar­nos la his­to­ria del hom­bre que ja­más se po­drá de­cla­rar. Así con­ju­ga la fa­se del cor­te­jo, un ri­tual so­cial, fi­si­ca­li­zán­do­lo de un mo­do ca­ri­ca­tu­res­co en un di­ver­ti­do es­pec­tácu­lo tras el cual se es­con­de una coac­ción so­cial, un ac­to de vio­len­cia so­cial. Y es que, co­mo nos plan­tea en va­rias oca­sio­nes de la can­ción, las me­jo­res co­sas de la vi­da co­mien­zan y aca­ban in­va­ria­ble­men­te, co­mo la vi­da mis­ma, por eso el úni­co mo­do de que ese amor se man­ten­ga pu­ro de una for­ma eter­na es no lle­gar a con­su­mar­lo ja­más. Al fi­nal el es­tram­bó­ti­co cor­te­jo no es tal en tan­to ha si­do, fi­nal­men­te, una de­cla­ra­ción de prin­ci­pios; el ha­cer un trán­si­to ve­loz des­de un co­mien­zo has­ta el fi­nal del amor y de to­da existencia.

    Si la con­di­ción de lo hu­mano pa­sa por su fi­ni­tud en­ton­ces el amor só­lo lo es tal en cuan­to se pue­de aca­bar de un mo­do abrup­to en al­gún mo­men­to. Pero no nos ob­ce­que­mos en ex­plo­sio­nes de con­fe­ti, me­jor vea­mos el la­do po­si­ti­vo, el ser hu­mano en tan­to hu­mano es un ani­mal so­cial; un en­te aman­te y ama­do. Sólo en tan­to sen­ti­men­tal ‑y con ello, artista- un en­te pue­de ad­qui­rir la di­men­sión mis­ma no de ser in­ge­nuo, sino de hu­mano. Y en su fi­ni­tud fi­nal ‑de la vi­da, del amor- Vigalondo sin­te­ti­za que es ser co­mo humano.