El curioso caso de Benjamin Button, de F. Scott Fitzgerald
Aunque pueda parecernos seductora la idea de ir contra corriente de la decisión popular con respecto de como debe ser el mundo debemos tener en cuenta que, aun cuando puede determinar una serie de beneficios dado, si somos la excepción a la regla lo más común es que seamos torpedeados de forma inmisericorde por aquellos que comparten existencia con nosotros. F. Scott Fitzgerald era consciente de esto, porque de hecho no podía no serlo: escritor, despilfarrador en la gran crisis, miembro de la generación perdida, hombre de inteligencia contrastada; él mismo era un excepción singular, una rara avis que la sociedad quizás aceptó pero nunca comprendió. Ser el chico raro del vecindario, aun cuando sea comprendido y aceptado, siempre produce una angustia vital que recorre cada instante de la existencia, impidiendo que no se pueda dejar de tener siempre la sensación de que se nos acepta por la singularidad misma de la que hacemos posesión. No somos un igual, somos el objeto de la compasión y repulsión de todos aquellos que nos rodean.
Ahora bien, ¿por qué acepta la sociedad a estos bichos raros que es imposible que se sientan jamás parte de ella ‑porque, a fin de cuentas, siempre están más allá de esta? Porque el sueño de todo individuo en sociedad es ser diferente, es conseguir la inversión perfecta de aquello que es. Aunque sea infinitamente cómodo, nadie quiere ser igual que su vecino; todo el mundo quiere ser diferente de los demás, pero sólo de tal modo que se les reconozca con genuino interés esa diferencia como algo positivo y agraciado que imitar. Es por ello que no deja de resultar curioso que Mark Twain afirmara que es una lástima que el mejor tramo de nuestra vida estuviera al principio y el peor al final, porque de hecho es una glorificación de la diferencia a partir de la familiaridad: lo que nos es familiar, lo que nos es normal, nos resulta como algo indeseable pero su absoluto opuesto nos seduce como la posibilidad de una vida infinitamente mejor. Pero, ¿en verdad esto sería así? Esto es precisamente lo que investiga Fitzgerald en El curioso caso de Benjamin Button.
Cuando una persona nace con setenta años quejándose del trato humillante recibido se crea una problemática particular sí y sólo sí el resto de sus congéneres tienen por hábito nacer sin año alguno y con una completa ignorancia de su medio o de su propia condición de entidad existencial. Por supuesto el nacimiento de Benjamin Button sólo será el primero de los acontecimientos entre lo jocoso y la más profunda de las tristezas que se irán concatenando de un modo constante en un tour de force que no por cabeza abajo dejamos de saber como acaba. Como cualquier persona que comience siendo una persona adulta y se vaya convirtiendo progresivamente en más joven verá como es rechazado de forma taxativa y toda su pretensión vital está siempre definida por un constante desajuste de su propia condición; el único con que se entenderá al principio de su vida es con su abuelo, no tardará en entenderse con su padre al cumplir ambos los cincuenta de forma casi simultanea y cuando a esa edad uno decide casarse con una jovencita de apenas veinte primaveras, la cosa se complica cuando uno ha rejuvenecido hasta los vigorosos treinta y ella avanzó hasta sus cuarenta otoños. Precisamente al respecto de esto último se daría el que puede ser el fragmento que sintetiza todo éste melancólico cuento de decepción vital:
«Eres un cabezón, sólo eso. Estás convencido de que tienes que ser distinto. Has sido siempre así y lo seguirás siendo. Pero piensa, sólo un momento, qué pasaría si todos compartieran tu manera de ver las cosas… ¿Cómo sería el mundo?»
Se trataba de una discusión estéril, sin solución, así que Benjamin no contestó, y desde aquel instante un abismo comenzó a abrirse entre ellos. Y Benjamin se pregunta que fascinación podía haber ejercido Hildegarde sobre él en otro tiempo.
El problema principal de Benjamin Button es que no aceptan que su rareza es inherente a su propia condición natural, ha nacido así y no puede hacer nada, pero todos los demás le exigen que sea aquello que no puede ser. Su padre le exige que sea un bebe, su mujer que envejezca con ella, su hijo que sea un venerable anciano; la opinión general, aun cuando admirativa en escasos momentos de la vida del singular Button, está teñida siempre por la imposibilidad de la sociedad de aceptar aquello que es un hecho natural en sí. Todo esto llevado hasta su paradigmático dramatismo en el cual no sólo no se acepta que él no puede ser de otra manera, sino que es un ardid de él para decidir ser en rejuvenecimiento.
Aquí es donde las convenciones sociales se resquebrajan. Lo normal es concebido como lo natural, como lo que es de un modo determinado y no podría serlo de otro modo cualquiera, por lo cual cualquier aspecto que se salga de esa normalidad ha de ser, necesariamente, una actuación caprichosa que se elige asumir como propia. Resulta anti-natural que un hombre nazca viejo y vaya rejuveneciendo no porque vaya contra la naturaleza en sí ‑lo cual no es verdad en tanto, a fin de cuentas, ocurre- sino en tanto perturba toda noción de normalidad y rareza que las personas tienen establecida como normativamente lógicas; que Benjamin Button nazca viejo y muera bebé no es anti-natural, es anormal según el canon de conocimiento humano. Por supuesto hemos de admitir que Mark Twain no hablaba de esto cuando profería la virtud de este cambio en el proceso, pero Fiztgerald, un escritor tan inteligente como hastiado de la sociedad, supo darle la vuelta para ir destruir uno de los pilares esenciales de la sociedad: la idea de que lo normal, lo normativamente establecido, se sostiene a través de una idea de naturaleza. Es natural que Benjamin Button naciera viejo, por incomprensible que nos parezca, aunque nos parezca completamente anormal, y en tanto no aceptemos la diferencia entre lo natural y lo normal siempre seremos presa de una sociedad que oblitera toda condición distintiva del ser humano como para sí.
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