The House of the Devil, de Ti West
El principio del siglo XXI podría ser interpretado en un futuro como la época en donde la cultura no sólo se obceco hacia mirar a su pasado más inmediato para establecer un auto-plagio de formas próximas ya consideradas caudas, sino que también podría serlo como la época donde se cuestionaba de forma constante esa forma de actuar. Aunque estemos sumergidos en metió de la espectrología, aunque toda nuestra cultura sean espectros del pasado mirándonos tenues a los ojos, la reflexión misma al respecto ha contaminado de tal forma la cultura que, de hecho, parece imposible hacer nada nuevo en la misma medida que es imposible hacer nada que sea genuinamente retro; con la obsesión hipertrofiada por querer fundamentar nuestra existencia bajo la condición finalista de la cultura hemos renunciado a cualquier interpretación que vaya más allá del propio retorno ficticio al pasado. Ahora bien, ¿es posible hacer una mirada al pasado que no sea un traer al mundo los espectros sin dotarlos de mayor significación que su rotura con respecto de su pasado escasamente remoto? Ti West opina que sí.
En la seminal ‑en un sentido tanto metafórico como particularmente literal- The House of the Devil construye de forma metódica una oda al pasado que no se basa en la actualización o reciclaje de sus códigos bajo los cánones de la estética contemporánea, auténtica base de toda espectrología simulacral, sino que produce una mímesis de los actos del pasado a través de los cuales remitir su propia forma al espíritu particular de los objetos de la época. Lejos de situarse en un intento de seguir los pasos exactos que seguían las películas de los 80’s, recrearse en una ingenuidad naïf que ya no existe o articular su discurso a través del plagio de patrones ahora caducos, lo que hace Ti West en su película es establecer vasos comunicantes entre la propia película y todas aquellas películas de finales de los 70’s y principio de los 80’s que homenajea en su propia condición: no articula un discurso basado en el simulacro, en el establecimiento de una realidad espectral que no es tal, sino que crea su propio discurso que conecta de tal modo con el de las películas de otra época que establece un diálogo simétrico con ellas sin sustituirlas o pretender encarnarlas en el propio presente.
Lo que hace para ello es establecer una serie de códigos estéticos y argumentales heredados que permiten producir una cierta reminiscencia pasada pero sin pretender copiar su estilo sino que, más bien, pretende desconstruir sus condiciones de factibilidad para así poder replicarlas en el presente aunándolas con las que nos son propias en nuestro tiempo. Éste devaneo estético pasado-presente se ve ya desde la elección de la protagonista, la desconcertantemente adorable Jocelin Donahue, al no haber seguido el camino común que ha devenido en el cine de terror, lejos de elegir una rubia neumática cimentada su condición existencial en enseñar carne eligen una chica de rasgos dulces y que remita a una cierta belleza, esta sí, naïf e infantil. Ese código estético más común de otra época, hecho constatable si recordamos a la Jamie Lee Curtis de Carpenter ‑siendo este canon estético ampliado a todos los niveles a lo largo de la película hasta más allá de lo meramente estético‑, ya nos remite precisamente a la condición bipolar de la película: nos inspira un recuerdo del pasado, aunque ninguno concreto real, pero no deja de ser completamente actual. El primer paso de Ti West es jugar con el imaginario colectivo para procesar una imagen familiar, que es de un pasado conocido, pero que aun hoy nos es completamente coherente.
La elección de que la película transcurra en un momento indeterminado entre los 70’s y los 80’s, el uso de colores más cercanos a los de la época y el uso de técnicas y planos en desuso ‑algunos zoom súbitos sin sentido alguno, particularmente- están situados en el epicentro de ese intento de crear una condición de factibilidad familiar, que nos remitan hacia una nostalgia cierta, sin llegar nunca al puro plagio. La película tiñe de retro todo cuanto acontece en ella, juega a parecerse al pasado, pero nunca pierde el norte con respecto de su propósito pretendiendo hacer homenajes que acaban siendo más descarados copia y pega sin valor alguno para la película en sí que pequeños guiños para el espectador cinéfilo. Aquí la estética de una época pasado es un medio que establece un camino hacia su fin, pero no el fin en sí mismo; la estética de época no es el fin en sí de la película.
¿Cual es entonces el fin de The House of the Devil? Como ya dije anteriormente, articular vasos comunicantes entre el pasado y el presente que no sólo no se solapen entre sí sino que actúen como un método de producir una continuación atemporal del universo estético-real producido por estas. Es por ello que todo cuanto acontece en la película necesariamente nos tiene que resultar familiar, pero no tanto porque ya sepamos lo que va a pasar ‑como podría serlo en los horribles acontecimientos espectrológicos, salvo muy contadas excepciones, que llamamos remakes- sino porque conocemos los códigos exactos del universo en el que se mueve la película. Ya que tenemos un bagaje que acumulen incluso días enteros de visionado de cine de terror de época sabemos que ocurrirá, cuando y como porque de hecho todo eso que hoy se consideran clichés no son más que las condiciones de factibilidad necesaria propias del universo en el que están circunscritos; no es que caiga en la repetición constante y sin sentido de clichés, es que estos lo son porque de hecho son la verdad inmediata a la que el espectador debe aferrarse para entender su universo fílmico.
Sólo a través de esta construcción a través de códigos reconocibles por cualquier buen espectador del género, Ti West puede permitirse establecer unos paralelismos que renuncien a cualquier explicación ulterior, renunciando a cualquier interpretación del código material que ha establecido en la película ‑a diferencia de, por ejemplo, La mujer de negro, donde sus subrayados se vuelven completamente innecesarios en tanto el conocimiento del código hace innecesario que se nos explique aquello que ya sabemos per sé. No necesitamos que nos den pistas verbales de que ocurrirá algo malo a Jocelin porque de hecho ya lo sabemos (por los códigos de representación) y lo vemos (por la materialidad misma de la película) lo cual permite que cuando esto acontezca se nos muestre a través de una fuga del canon: no hay mayor explicación que el hecho de que ocurre algo malo y, de hecho, no nos es necesaria: lo que vemos ya lo conocemos en tanto tal (el cliché; el código) aunque sea completamente diferente a lo que hemos visto hasta el momento (lo material). El uso de una estética del pasado sirve para encuadrar la película bajo un universo conocido por el espectador a través del cual puede deducir de forma más lúcida y naturalizada una actualización del propio discurso de ese universo.
He ahí todo lo que hace de The House of the Devil una película que no tiende hacia el simulacro, sino hacia la mímesis que perpetua una comunión de las formas que lo establece en común con un universo fílmico particular. Por ello el final sólo nos narra algo que ha acontecido, sublimando aquello que podría acontecer y de hecho ser el sentido para películas anteriores a sí misma ‑por ejemplo, una de Richard Donner- aun en tanto es posterior a éstas, como parte de un universo estético que se extiende lejano en el tiempo hacia el pasado y el futuro de su propia figura. Aquí no hay espectrología entendida como traer espectros del pasado a un contexto que les es ajeno sino su inversión perfecta, es hacer de un pedazo de nuestro presente un espectro que pueda viajar a un universo estético de otro tiempo que aun hoy permanece en devenir en su realidad propia.
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