Déjame entrar, de John Ajvide Lindqvist
Si como afirmaba el filósofo Tetsuro Watsuji toda existencia del hombre no se define sólo por su temporalidad, sino que también se construye por su particular relación con el paisaje que habita, entonces cualquier consideración que pretendamos hacer al respecto del hombre deberá partir del acontecimiento climático como base. De éste modo podríamos decir que las formas abiertas con los desconocidos y tendentes hacia la vida en la calle del mediterraneo son propias del agradable clima suave que hace en estos lugares, del mismo modo que las formas eistenciarias basadas en cierta reclusión física y social dentro de un círculo semi-cerrado se basan en los duros climas que se desarrollan en las tierras del norte de Europa; el clima define nuestro modo de relacionarnos con el mundo. El clima no es sólo una problemática metereológica, también es una problemática ontoespacial.
¿Qué puede decirnos esto sobre el norte de Europa, de Suecia, donde un clima que no pase por lo extremo es siempre considerado como una condición utópica? Que es connatural al clima frío, el cual obliga que cualquier expedición exterior sea planificada como un proceso bien calculado en el cual preparar metódicamente el impacto —porque, de hecho, la necesidad de abrigarse constantemente ya crea un cierto canon de como actuar en el resto de formas existenciales: con delicada precaución — , el tomarse la vida de una forma mucho más distante y fría, teniendo en cuenta que esa misma frialdad requiere de una disciplina ferrea para no acabar congelados en su interior. Suecia es un país de zonas cerradas, donde se planifica en detalle todas las necesidades que sus ciudadanos puedan necesitar para refugiarse del frío —en términos literales del clima, pero también en términos metafóricos: el frío como todo aquello que pueda dañar al hombre, lo que hace necesario un colchón externo que amortigue el dolor que puede producir— de una forma conveniente. Por eso se crean ciudades a medida con todo lo que pueden necesitar allí, el estado se ocupa de aquellos que no pueden valerse por sí mismos laboralmente y, en general, ejercen de toda su vida como un mullido gorro que impide que sus ciudadanos puedan congelarse ante la dureza del sistema capitalista.