Él vivía en una cabaña junto al lago. No era tanto una cabaña, como un puñado de maderos tristes que reposaban cansados unos sobre otros, como esperando que alguna voluntad ajena a ellos los derribara al fin. Alrededor morían juncos, también tristes, y la brisa soplaba a veces, como recordatorio vago del transcurrir del tiempo. Todos sus hermanos habían muerto allí, ahogados en las aguas ocres que lamían el cenagal. Sus hijos habían ido despareciendo uno tras otro, como gotas de agua caídas en papel secante. Ethel gimoteaba en su demencia, balanceando con furia la mecedora. Parecía, no ya estar a punto de despegar sino, efectivamente, estar viajando a través de las simas inexplicables del pensamiento, del tortuoso murmullo ensortijado de sus recuerdos inconexos, según la lectura intuida en los pliegues de su rostro de gallina vieja, y en sus ojos. Sobre todo en sus ojos. El frenético aunque estático viaje de la mujer acentuaba la pesadez de los movimientos con que el hombre se desplazaba por el interior de la cabaña. Eran dos satélites trazando sus órbitas a cientos de galaxias de distancia para acabar confluyendo allí, bajo aquel fortín de madera húmeda y carcomida por el tiempo.
El viejo guardaba la escopeta envuelta en un trapo raído bajo la trampilla. Junto a ella, una caja de latón. Dentro de la caja de latón, los dientes de sus hijos. Un total de ciento noventa y seis dientes. Como cada día, abrió la caja e introdujo en ella la mano, desplazando la yema seca de sus dedos por la fría superficie de las pequeñas piezas amarillas, mientras murmuraba palabras inaudibles. Cerró la caja, se santiguó, y cargó la escopeta.