Él vivía en una cabaña junto al lago. No era tanto una cabaña, como un puñado de maderos tristes que reposaban cansados unos sobre otros, como esperando que alguna voluntad ajena a ellos los derribara al fin. Alrededor morían juncos, también tristes, y la brisa soplaba a veces, como recordatorio vago del transcurrir del tiempo. Todos sus hermanos habían muerto allí, ahogados en las aguas ocres que lamían el cenagal. Sus hijos habían ido despareciendo uno tras otro, como gotas de agua caídas en papel secante. Ethel gimoteaba en su demencia, balanceando con furia la mecedora. Parecía, no ya estar a punto de despegar sino, efectivamente, estar viajando a través de las simas inexplicables del pensamiento, del tortuoso murmullo ensortijado de sus recuerdos inconexos, según la lectura intuida en los pliegues de su rostro de gallina vieja, y en sus ojos. Sobre todo en sus ojos. El frenético aunque estático viaje de la mujer acentuaba la pesadez de los movimientos con que el hombre se desplazaba por el interior de la cabaña. Eran dos satélites trazando sus órbitas a cientos de galaxias de distancia para acabar confluyendo allí, bajo aquel fortín de madera húmeda y carcomida por el tiempo.
El viejo guardaba la escopeta envuelta en un trapo raído bajo la trampilla. Junto a ella, una caja de latón. Dentro de la caja de latón, los dientes de sus hijos. Un total de ciento noventa y seis dientes. Como cada día, abrió la caja e introdujo en ella la mano, desplazando la yema seca de sus dedos por la fría superficie de las pequeñas piezas amarillas, mientras murmuraba palabras inaudibles. Cerró la caja, se santiguó, y cargó la escopeta.
Cat circulaba en su ciclomotor por el estrecho camino de tierra paralelo a la orilla del pantano de Novac. Ésta sería su segunda visita al hogar de Reece y Ethel Holmwood. Tanto los informes previos como la revisión anterior distaban de ser tranquilizadores, y ella no acababa de sentirse cómoda con la asunción del caso. No tenía, no obstante, demasiadas opciones, teniendo en cuenta que llevaba trabajando en el departamento poco más de un mes, y que sus compañeros parecían muy aliviados con que la reasignación de los Holmwood recayera sobre los hombros de la novata. La primera hora de aquella tarde despuntaba grisácea en un tapiz invernal manchado por el vuelo de millares de aves negras que graznaban. Si había algún propósito en aquella coreografía oscura, ruidosa y magnífica lo ignoraba, como también ignoraba el fin último de su existencia, que en ese momento recorría aquel camino embarrado con el objetivo de intentar poner orden a unas vidas que no eran la suya.
Depositó con delicadeza el fusil sobre los dos ladrillos que, superpuestos uno sobre el otro, desempeñaban la función de mesilla auxiliar en el porche de la casa. Anduvo el minuto escaso que le separaba del pantano y una vez allí se desnudó. Introdujo las ropas en el agua y luego las amasó en el barro. Primero los calzoncillos, luego la camiseta y por último el pantalón. Se aseguró, frotando con un vigor enajenado, de que todas las prendas estuviesen enteramente impregnadas del cieno imprescindible. Esto era esencial. Luego, a cuatro patas, bebió agua de un modo que sólo podría compararse al de un animal enfermo pegando bocanadas. Agarró un puñado de barro, se lo metió en la boca y paladeó parsimoniosamente hasta que la sustancia espesa se hubo diluido por completo. Finalmente, se vistió con las ropas cenagosas y emprendió la vuelta a casa.
Cat detuvo la moto en el desvío imperceptible del camino, aquel que conducía a la cabaña de los Holmwood. Encendió un cigarrillo y miró al cielo, ya libre de pájaros. Un silencio ominoso había extendido su carpa en aquel paraje deprimido, vulnerado ahora por las pisadas blandas de las botas militares de la joven. Cat repasaba mentalmente las cuestiones a tratar de acuerdo a la programación, atribulada por la certeza de que poco podría obtener del hermetismo infranqueable de la anciana pareja. Ethel padecía una demencia severa, así que su tarea para con ella consistía básicamente en asegurarse de que estuviera físicamente bien, atendida convenientemente. Lo que le resultaba verdaderamente angustioso era el mutismo incomprensible de Reece. Los informes no delataban ningún tipo de trastorno, pero el viejo parecía funcionar en una frecuencia diferente a la tangible de este plano de la realidad. La única señal de contacto y reconocimiento de estímulos externos eran fugaces miradas de reojo como única respuesta a las preguntas que se le hacían. El historial refería una serie de sucesos extraños durante su infancia que acabaron con la muerte y desaparición de sus hermanos. Ethel y Reece se casaron siendo muy jóvenes. Jamás tuvieron hijos.
Ya se vislumbraba la informe masa maderera que alzaba su perfil de gigante abatido entre los juncos. El silencio había adquirido una consistencia casi sólida. La puerta de la casa estaba abierta. Junto a ella, los dos ladrillos menudos. Cat se detuvo un momento, tiro al suelo el cigarro y lo pisó, hundiéndolo en la tierra húmeda con un leve quejido. Cuando alzó de nuevo la mirada, vio un destello, oyó un disparo. Tras varios segundos de terror sostenido, otro destello, otro disparo.
A lo lejos, los pájaros volvieron a graznar.
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