Etiqueta: Paul Robertson

  • back to the Ghetto Blaster, yo!

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    The Magic Touch, de Paul Robertson

    Aunque pa­ra al­gu­nos aun cues­te acep­tar­lo hay que ad­mi­tir que exis­te ac­tual­men­te un re­vi­val de los 80’s que, a bue­na par­te de la po­bla­ción, le pa­re­ce sim­ple­men­te in­con­ce­bi­ble. Jóvenes que no han (o no he­mos) vi­vi­do los 80’s apa­sio­na­dos por mú­si­ca y ci­ne que imi­ta la es­té­ti­ca pro­pia de esos años, só­lo que ac­tua­li­za­da, es una de las cons­tan­tes cul­tu­ra­les pre­sen­tes; hay un re­torno ha­cia una cul­tu­ra des­co­no­ci­da de pri­me­ra mano, pe­ro res­ca­ta­da a tra­vés de la me­dia­ción con­tem­po­rá­nea. Y es que sí la ge­ne­ra­ción ac­tual de vein­te y trein­ta­ñe­ros no han po­di­do co­no­cer de ver­dad los 80’s, co­mo to­da ge­ne­ra­ción, se pres­tan in­tere­sa­dos por la cul­tu­ra que vi­vie­ron sus pa­dres con la sal­ve­dad de que, aho­ra, con Internet en ge­ne­ral y Youtube en par­ti­cu­lar es fá­cil res­ca­tar los dis­cur­sos más con­tem­po­ra­ni­zan­tes de la épo­ca in­me­dia­ta­men­te an­te­rior ge­ne­ra­cio­nal­men­te, la de nues­tros padres. 

    Pero creer que el res­ca­te de los 80’s aho­ra es una me­ra cues­tión ge­ne­ra­cio­nal es un error, y eso ha sa­bi­do ver­lo muy bien Paul Robertson. A tra­vés, y al­re­de­dor, del ghet­to blas­ter, au­tén­ti­co mo­ti­vo cen­tral de la ani­ma­ción que nos ocu­pa, la mú­si­ca se lle­vó li­te­ral­men­te a la ca­lle, con to­do lo que ello con­lle­va: to­da una ge­ne­ra­ción pa­so del club (al­go pro­pio de los 70’s) ha­cia la ca­lle (al­go pro­pio de los 80’s) con un ale­gre vi­ta­lis­mo; y des­cu­brie­ron que el Sol se­guía bri­llan­do ahí fue­ra. La bo­nan­za eco­nó­mi­ca y el sur­gi­mien­to de la ca­ra más ama­ble de la elec­tró­ni­ca per­mi­tió que sur­gie­ra to­do aque­llo que ve­mos re­tra­ta­do con pul­cri­tud en es­te The Magic Touch. Una se­xua­li­dad li­be­ra­da, el au­ge del des­ca­po­ta­ble co­mo iden­ti­dad de la épo­ca, la vuel­ta al jue­go y a la ca­lle y, ade­más, el sur­gi­mien­to del dj, de aquel ca­paz de (re)mezclar los dis­cur­sos dis­pa­res pa­ra ge­ne­rar otros nue­vos; los 80’s son, en mu­chos sen­ti­dos, el to­que de que­da pa­ra com­pren­der nues­tro tiem­po hoy.

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  • los juegos de la infancia son los sueños de la madurez

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    Por el amor de una chi­ca cual­quier hom­bre es ca­paz de lu­char con­tra una li­ga de ex-novios mal­va­dos y sus es­bi­rros co­mo si de un bea­t’e­m’up real se tra­ta­rá. Ahora bien, si es­ta es la pre­mi­sa del có­mic de Scott Pilgrim, en­ton­ces que­da muy cla­ro cual es el po­si­ble sal­to ha­cia el vi­deo­jue­go que le re­sul­ta­ría más na­tu­ral. Así nos acer­ca­mos ha­cia Scott Pilgrim vs. the World, el videojuego.

    Con la es­truc­tu­ra de bea­t’e­m’up y el pi­xe­la­zo de 8‑bits por ban­de­ra nos en­con­tra­mos con una pie­za de hard­co­ris­mo al más pu­ro es­ti­lo clá­si­co de la me­jor Capcom. Ahora bien, ni es­to es clá­si­co ni es de Capcom, así que las di­fe­ren­cias son no­ta­bles. A di­fe­ren­cia de re­fri­tos con­ti­nuis­tas co­mo Megaman 9 en Scott Pilgrim es­co­ge la es­té­ti­ca de la épo­ca pe­ro so­lo su ju­ga­bi­li­dad par­cial­men­te. Lo bien pu­li­do de la ani­ma­ción, su ju­ga­bi­li­dad fé­rrea y el guar­da­do au­to­má­ti­co des­pués de ca­da fa­se pa­sa­da ha­rá sen­ci­llo el jue­go pa­ra el ju­ga­dor mo­derno, aun a cos­ta de en­vi­le­cer el jue­go del ju­ga­dor que es­pe­ra­ba una ex­pe­rien­cia to­tal­men­te clá­si­ca. Pero es pre­ci­sa­men­te en los de­ta­lles don­de se ci­mien­ta co­mo un gran jue­go. La in­clu­sión de ni­ve­les y ca­rac­te­rís­ti­cas, que no son anec­dó­ti­cas, o el gui­ño en la in­clu­sión de tien­das ha­cia el per­ver­so Takeshi no Chōsenjō del cual pa­re­ce he­re­dar cier­tos as­pec­tos ju­ga­bles, pe­ro no su dificultad.

    Otra de las in­clu­sio­nes, aun­que es­ta pa­ra na­da agra­da­ble, es la im­po­si­bi­li­dad de ju­gar en coope­ra­ti­vo con nues­tros ami­gos vía Internet. Aun vién­do­nos obli­ga­dos a ju­gar en una mis­ma con­so­la en coope­ra­ti­vo de has­ta cua­tro ju­ga­do­res es cuan­do la di­ver­sión se mul­ti­pli­ca ex­po­nen­cial­men­te pe­ro a cos­ta de la di­fi­cul­tad. El jue­go se con­vier­te en un pa­seo, aun­que no tie­ne pre­cio el po­der ju­gar con unos cuan­tos ami­gos con las tí­pi­cas pe­leas por ver quien acu­mu­la más di­ne­ro o aba­te más enemi­gos. El es­pí­ri­tu clá­si­co es­tá ahí pe­ro qui­zás le fal­te un no­ta­ble au­men­to en la di­fi­cul­tad pa­ra que en coope­ra­ti­vo sea real­men­te un re­to que dis­fru­tar en­tre va­rios. Sin él es­te coope­ra­ti­vo es di­ver­ti­do más por mo­ti­vos aje­nos al pro­pio jue­go, al es­tar con ami­gos, que por una ne­ce­si­dad de un jue­go es­tra­té­gi­co en equipo.

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