Etiqueta: perfección

  • Sentimentalidad, épica y publicidad. Sobre «Free to Play» de Valve

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    ¿Qué tie­ne la épi­ca que es la es­truc­tu­ra más an­ti­gua y que más ha per­du­ra­do a lo lar­go de la his­to­ria sin ape­nas cam­biar? Pocas co­sas tie­nen ese ho­nor de in­fa­bi­li­dad, de per­fec­ción: la rue­da, el fue­go, la épi­ca, na­da más. El hom­bre só­lo ha in­ven­ta­do tres co­sas per­fec­tas pa­ra so­bre­vi­vir al tiem­po. Quizás por eso, le­jos de pa­re­cer in­ven­tos hu­ma­nos —par­tien­do de que el fue­go es, por de­fi­ni­ción, des­cu­bri­mien­to y no in­ven­to — , pa­re­cen más bien ema­na­cio­nes de al­go más per­fec­to, más ab­so­lu­to, que lo que una men­te hu­ma­na pue­de con­ce­bir; la cir­cu­la­ri­dad co­mo sím­bo­lo del ab­so­lu­to, la épi­ca co­mo his­to­ria de dio­ses ca­mi­nan­do en­tre hom­bres. No es ca­sual. No es ca­sual por­que la per­fec­ción re­mi­te a la per­fec­ción, la for­ma re­dun­da en el con­te­ni­do, y na­da es más sen­ci­llo que aso­ciar el círcu­lo con la for­ma más al­ta de to­da crea­ción o la épi­ca con los dio­ses y los hé­roes ca­pa­ces de ha­cer tam­ba­lear los ci­mien­tos del mun­do. Su in­men­si­dad, su con­di­ción in­apren­si­ble pe­ro na­tu­ral, lo permite. 

    Hablar de Free to Play es ha­blar de un do­cu­men­tal agra­de­ci­do y sen­ti­men­tal, ni in­men­so ni com­pro­me­ti­do más que con­si­go mis­mo, don­de se ex­plo­ran los te­ja­ma­ne­jes de­trás no tan­to de la es­truc­tu­ra del jue­go pro­fe­sio­nal —lo cual re­que­ri­ría no un do­cu­men­tal, sino to­da una se­rie es­tu­dian­do sus im­pli­ca­cio­nes que aún no es­ta­mos vien­do más que en ger­men — , co­mo del pri­mer tor­neo de Dota 2, The International, co­mo pun­to de in­fle­xión en el mis­mo. Punto de in­fle­xión no só­lo en la pro­fe­sio­na­li­za­ción de los ju­ga­do­res, que ya co­no­cían de pa­tro­ci­nios des­de la era Counter-Strike/StarCraft, sino tam­bién pa­ra sus vi­das; he ahí, en tér­mi­nos na­rra­ti­vos, su in­te­rés: la car­ga emo­cio­nal de se­guir a Benedict «Hyhy» Lim, a Clinton «Fear» Loomis y Danil «Dendi» Ishuti su­pera, con cre­ces, el in­te­rés que pu­die­ra sus­ci­tar, al me­nos so­bre quien no tu­vie­ra un in­te­rés pre­vio es­pe­cí­fi­co por los vi­deo­jue­gos, el aná­li­sis de la com­pe­ti­ción en sí. O lo que es lo mis­mo, su in­te­rés ra­di­ca en lo sentimental.

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  • el mundo perfecto es una casa de muñecas

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    El super-hombre nietz­schiano es co­mo el ni­ño que mi­ra ino­cen­te las rui­nas de la mo­ral, siem­pre permea­ble ha­cia el mun­do que tie­ne an­te sí. La pe­cu­lia­ri­dad de es­to es que el ni­ño no vi­ve es­tric­ta­men­te en la reali­dad, ya que siem­pre ten­drá cier­ta ten­den­cia ha­cia re­tro­traer­se ha­cia la fan­ta­sía; la en­so­ña­ción. Y es aquí don­de da­ría co­mien­zo la in­men­sa his­to­ria El Mundo Perfecto de Dylan Dog.

    En es­ta his­to­ria el di­li­gen­te Dylan Dog ha per­di­do la me­mo­ria en­con­trán­do­se en una man­sión don­de la que di­ce ser su her­ma­na pe­que­ña lo lle­va has­ta la mis­ma y le in­for­ma de que ha vuel­to a su­frir de uno de sus gra­ves ca­sos de am­ne­sia. Así nues­tro hé­roe va re­cons­tru­yen­do su vi­da pa­ra­di­sía­ca en la man­sión fa­mi­liar con una con­ti­nua sen­sa­ción de ex­tra­ña­mien­to; con la sen­sa­ción de sa­ber­se ajeno a la reali­dad cons­trui­da a su al­re­de­dor. Incapaz de asu­mir su rol en el jue­go irá des­en­tra­ñan­do que hay de­trás de es­ta, nun­ca me­jor di­cho, ca­sa de mu­ñe­cas im­po­si­ble. Sumergiéndose ca­da vez más en el sue­ño des­en­tra­ña­rá la reali­dad de to­do só­lo en el mo­men­to en el cual es ca­paz de asu­mir la pers­pec­ti­va des­de fue­ra de ese mun­do. Sólo pue­de juz­gar que no es real esa reali­dad des­de el ex­tra­ña­mien­to del mis­mo; des­de el mi­rar más allá de los pro­pios lí­mi­tes de la ra­zón im­pe­ran­te en ese par­ti­cu­lar mun­do en juego.

    Al fi­nal só­lo pre­sen­cia­mos co­mo to­do no eran más que las rui­nas de la mo­ral re-edificadas en un mun­do ar­mo­nio­so y per­fec­to por la fuer­te con­vic­ción de una ni­ña. El ca­rác­ter oní­ri­co, aun­que cohe­ren­te, del mis­mo ha­ce de él una su­pra­rea­li­dad más allá de to­da com­pren­sión, in­clu­so la del in­ves­ti­ga­dor de lo ocul­to; de­trás de to­do se es­con­de el ca­rác­ter edi­fi­can­te del pa­raí­so que nun­ca fue per­di­do. El mun­do per­fec­to só­lo pue­de ser con­ce­bi­do a tra­vés de los ojos ino­cen­tes de un niño.