Etiqueta: pesadilla

  • Gabriela. Un relato de Jaime Delgado

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    Nunca le he con­ta­do es­to a na­die. No sé si no lo he he­cho por te­ner du­das aún so­bre si to­do su­ce­dió tal y co­mo lo re­cuer­do; no sé si por no que­rer dar­le de­ma­sia­da im­por­tan­cia al asun­to; no sé si por sim­ple y llano mie­do: mie­do a que al com­par­tir­lo, al ha­cer me­mo­ria y acep­tar la ve­ra­ci­dad im­plí­ci­ta de lo es­cri­to, di­na­mi­te en mi in­te­rior al­gu­na es­pe­cie de trau­ma re­pri­mi­do. Sé que es­te es un buen mo­men­to, un buen es­pa­cio, sin em­bar­go, pa­ra con­tar­lo por vez pri­me­ra, pues al fin y al ca­bo es­cri­bo ba­jo la eti­que­ta de la fic­ción, y co­mo tal pue­den con­si­de­rar­lo los que lle­guen al fi­nal de la his­to­ria in­cré­du­los. Incluido yo mismo.

    Tendría on­ce o do­ce años, la edad en la que uno con­tem­pla la in­mi­nen­te en­tra­da al ins­ti­tu­to con te­mor e in­quie­tud al mis­mo tiem­po, cuan­do se sa­be pró­xi­mo a dar un pa­so más, a su­bir de me­se­ta en esa es­ca­la­da ha­cia la adul­tez que se nos pre­sen­ta irre­sis­ti­ble cuan­do aún con­ser­va­mos el bri­llo en los ojos. Aquel úl­ti­mo año de co­le­gio, pe­se a que el año an­te­rior ya ha­bía­mos he­cho uno, el via­je de fin de cur­so se sen­tía co­mo el pri­me­ro que real­men­te lo era: una ini­cia­ción a la in­de­pen­den­cia en to­da regla.

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  • La negación de la duda. La pesadilla como el miedo más real a imaginar

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    En es­te sa­gra­do ho­gar se­gui­mos pen­san­do el te­rror pe­ro, en oca­sio­nes, gus­ta­mos de mi­rar ha­cia nues­tros pro­pios abis­mos in­te­rio­res pa­ra de­mos­trar cuan al bor­de es­ta­mos to­dos. Para ello nos de­lei­ta­rá Jim Thin con los ecos de sus pro­pias pesadillas.

    Apenas unas se­ma­nas atrás tu­ve una pe­sa­di­lla. Desde ha­cía bas­tan­te no me su­ce­día (des­de ha­cía bas­tan­te ni si­quie­ra re­cor­da­ba los sue­ños), y no pue­do des­ta­car su ocu­rren­cia co­mo re­sul­ta­do de al­gún vi­sio­na­do o lec­tu­ra te­rro­rí­fi­ca pró­xi­ma (des­de Cabin in the Woods ha­bían pa­sa­do ya me­ses; American Horror Story co­men­zó más tar­de del in­ci­den­te). Es im­por­tan­te es­ta no-conexión de for­ma cons­cien­te con la reali­dad, al me­nos pa­ra mí y lo su­ce­si­vo, pues ais­la la pe­sa­di­lla de ra­zo­nes, des­po­ja su te­má­ti­ca y sím­bo­los de pa­ra­le­lis­mos cer­ca­nos, la con­vier­te en pro­duc­to pu­ro de mi ima­gi­na­ción o en reali­dad ine­quí­vo­ca. Dos op­cio­nes con igual pro­ba­bi­li­dad: nin­gu­na y toda.

    Como en to­da pe­sa­di­lla o sue­ño no re­cuer­do o no exis­te un ini­cio, to­do lo ní­ti­do apa­re­ce di­fu­mi­na­do y el or­den es­tá al­te­ra­do, por lo que la ex­pli­ca­ción se­rá in­exac­ta co­mo po­co. Mi yo tum­ba­do y dor­mi­do en la ca­ma pue­de ser par­te real o par­te de la pe­sa­di­lla, pe­ro des­de lue­go exis­tió una ima­gen men­tal que com­pren­día la ha­bi­ta­ción en un án­gu­lo im­po­si­ble, abar­cán­do­la por com­ple­to. Después la buhar­di­lla, com­ple­ta­men­te va­cía y re­du­ci­da, pri­va­da de la can­ti­dad de tras­tos que ocu­pan to­da la plan­ta de la ca­sa, en­mar­ca­da en dos pa­re­des que pa­re­cen las úni­cas y el ha­bi­tual te­cho for­man­do la apa­rien­cia trian­gu­lar de la es­tan­cia diá­fa­na: pa­red de la­dri­llos, sue­lo de ce­men­to y un col­chón. Prefiero no des­cri­bir lo si­guien­te en pro­fun­di­dad, pre­fie­ro no blo­quear la es­cri­tu­ra y aña­dir el ele­men­to pe­sa­di­lles­co sin más: una ni­ña no tan ni­ña cer­ca­na al tó­pi­co del ho­rror, del­ga­da y al­ta con pe­lo lar­go y mo­reno, pe­ro con una can­ti­dad de ma­ti­ces úni­cos que la ha­cen in­con­fun­di­ble en mi ce­re­bro. Y ahí es­toy yo o no es­toy en ab­so­lu­to, sen­ta­do en el col­chón o de pie, no lo re­cuer­do; y un se­gun­do des­pués ahí es­toy yo y ya no es­toy, ha­blan­do en una len­gua que me veo in­ca­paz de imi­tar (por des­co­no­ci­mien­to y me­mo­ria), re­ci­tan­do lo que pa­re­ce una fra­se de un ri­tual ar­cano que soy in­ca­paz de in­ten­tar pro­nun­ciar de nue­vo (por mie­do). Chispas, gri­tos, co­lo­res, con­fu­sión, va­cío y des­per­tar. Luego me vol­ví a dor­mir sin mu­cho reparo.

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  • Tomie: pedazos de una obsesión

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    Seguimos con las co­la­bo­ra­cio­nes y es­ta vez nos vie­ne brin­da­da por Peter Hostile que nos ha­bla des­de la pa­sión y el co­no­ci­mien­to de una de las obras maes­tras del ge­nial Junji Ito: Tomie. Recuéstense pa­ra co­no­cer lo que hay de te­rro­rí­fi­co en el amor y dis­fru­ten; vi­da só­lo hay una y el amor, des­pués de Tomie, se aca­ba igual que la vida.

    ¿Alguna vez has que­ri­do tan­to a una per­so­na que lo da­rías to­do por ella? Uno de esos amo­res que sa­bes que te des­trui­rán psi­co­ló­gi­ca­men­te y aca­ba­ran ani­qui­lan­do tam­bién tu cuer­po. Uno de esos amo­res que so­lo cor­tan­do en pe­que­ños pe­da­zos mi­núscu­los el ob­je­to ama­do se con­se­gui­ría lle­gar a com­ple­tar su círcu­lo. ¿Nunca? Entonces no has co­no­ci­do to­da­vía a Tomie.

    Tomie es la chi­ca de tus sue­ños, es­pec­ta­cu­lar­men­te be­lla, cau­ti­va­do­ra y tam­bién fría co­mo un tém­pano de hie­lo. Algún día tus pa­sos se cru­za­ran con los su­yos. No te­mas no re­co­no­cer­la, cuan­do la veas sa­brás in­me­dia­ta­men­te que es ella.

    Quizás, si tu suer­te lo de­ci­de, pue­da de­jar­te es­tar a su la­do. Eso sí, an­tes ten­drás que ha­cer lo que te pi­da. Será im­po­si­ble re­sis­tir­se a ello, por su­pues­to. Pero no te equi­vo­ques, nun­ca ja­más se ena­mo­ra­ra de ti. Es más, se reirá de tus pa­té­ti­cos de­seos y te ha­rá pro­bar su dul­ce cruel­dad. Quizás su in­di­fe­ren­cia te vuel­va lo­co, pe­ro pro­ba­ble­men­te ya lo es­ta­bas an­tes de to­das for­mas. Quizás in­clu­so de­ci­des des­car­gar al fi­nal tu lo­cu­ra con­tra Tomie ha­cién­do­la tan­to da­ño co­mo ella te ha he­cho a ti. No te preo­cu­pes, Tomie vol­ve­rá una y otra vez sin im­por­tar lo que le ha­gas. Lo lle­va ha­cien­do mu­cho tiem­po an­tes de que la co­no­cie­ras y lo se­gui­rá ha­cien­do to­das las ve­ces que ha­gan fal­ta. Lastima que no va­yas a es­tar vi­vo pa­ra verlo.

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  • la infancia debe ser mirada desde los imaginativos ojos del gato

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    Aunque se tien­da a su idea­li­za­ción la in­fan­cia no de­ja de ser una eta­pa de des­cu­bri­mien­to don­de los se­res hu­ma­nos so­mos par­ti­cu­lar­men­te vul­ne­ra­bles y de­pen­dien­tes con res­pec­to a los fac­to­res ex­ter­nos del mun­do. La in­fan­cia es un mo­men­to que se tien­de a ba­na­li­zar en fa­vor del hi­po­té­ti­co va­lor in­te­lec­ti­vo de­sa­rro­lla­do a par­tir de la mal lla­ma­da ma­du­rez. Pero si hay un au­tor que ha sa­bi­do re­tra­tar me­jor lo más te­ne­bro­so de es­ta pri­me­ra eta­pa exis­ten­cial es sin du­da Kazuo Umezu con un es­pe­cial hin­ca­pié en su Cat Eyed Boy.

    Nuestro pro­ta­go­nis­ta Cat Eyed Boy, de­ma­sia­do hu­mano pa­ra el mun­do de los mons­truos pe­ro de­ma­sia­do mons­truo pa­ra el mun­do de los hu­ma­nos, es un va­ga­bun­do que in­ten­ta­rá arre­glar aque­llos pro­ble­mas que se den en la con­vi­ven­cia en­tre lo (sobre)natural y lo hu­mano. Así el pun­to me­dia­dor en­tre dos mun­dos ab­so­lu­ta­men­te irre­con­ci­lia­bles es el bas­tar­do, el di­fe­ren­te, que es in­ca­paz de con­ju­gar en si mis­mo el or­den na­tu­ral de nin­guno de los mun­dos. En to­do su pri­mer to­mo el par­ti­cu­lar de­sa­rro­llo de Umezu ha­rá hin­ca­pié en co­mo só­lo des­de la di­ver­gen­cia se pue­de com­ba­tir el caos que pro­du­ce la con­fron­ta­ción de la gue­rra eter­na. Si con res­pec­to a los hu­ma­nos los mons­truos son Lo Otro eso de­ja a Cat Eyed Boy en la más ex­tra­ña y pe­li­gro­sa de las si­tua­cio­nes, es el otro con res­pec­to de to­do sí y otro; es lo ab­so­lu­ta­men­te otro a tra­vés de nues­tra si­mi­li­tud. En el cho­que de dos reali­da­des que com­ba­ten por cons­ti­tuir­se co­mo he­ge­mó­ni­cas el or­den na­tu­ral de las co­sas es Cat Eyed Boy al in­ten­tar man­te­ner siem­pre en un equi­li­brio per­fec­to las fuer­zas. Él, en úl­ti­mo tér­mino, es el na­rra­dor que im­pi­de que nin­gu­na de las fuer­zas pre­sen­tes aca­be por al­zar­se co­mo absolutas.

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