Nada se agota en sí mismo, en la recolección de datos y detalles conocidos hasta el momento. Toda obra necesita de exégesis constante, de interpretación, para no acabar muriendo en el más profundo de los fosos del olvido: el de los textos obvios, autoexplicativos de su visión del mundo, que no hablan de nada salvo de aquello que ya hemos naturalizado en nuestra cultura. Ya no nos dicen algo indecible. Sin interpretación no somos más que animales chocando contra un mundo que está fuera de nuestra comprensión, una naturaleza excesiva que no podemos controlar ni manipular. Nuestra evolución, nuestra capacidad de adaptación, depende de nuestra capacidad de unir conceptos y llegar a conclusiones y poner en duda las que estaban desde antes de nosotros; nada cambia, pero el conocimiento de cuanto nos rodea debe cambiar según las premisas que vayamos recolectando con el tiempo. Incluso cuando estás se nos pueden antojar, en primera instancia, difíciles de justificar. Porque el destino del hombre incapaz de racionalizar su destino, que se ha rendido a luchar por su existencia, es el mismo que el de la obra que ya no dice nada nuevo: el perpetuo olvido de lo que una vez supuso.
Si hablamos de Pesadilla en Elm Street, nos resultaría fácil comprender por qué el personaje está muy vivo: tiene miles de recovecos oscuros, cantidades ingentes de lugares desde donde se infiltra la novedad y la interpretación más abstrusa. En el caso de la primera película de la saga, podríamos definirla bajo el epígrafe «poco humor y mucha sangre»; también podríamos definirlo como una de las más realistas, aunque desasosegantes, representaciones del mundo onírico dentro del mundo del cine: los sueños no son aquí desvalazados cúmulos de incongruencias ni sistemas lógicos perfectamente formados, sino continuaciones lógicas bien cohesionadas —aunque no necesariamente evidentes, por lo que tienen de relato personal— de la memoria del que los padece.