Nada se agota en sí mismo, en la recolección de datos y detalles conocidos hasta el momento. Toda obra necesita de exégesis constante, de interpretación, para no acabar muriendo en el más profundo de los fosos del olvido: el de los textos obvios, autoexplicativos de su visión del mundo, que no hablan de nada salvo de aquello que ya hemos naturalizado en nuestra cultura. Ya no nos dicen algo indecible. Sin interpretación no somos más que animales chocando contra un mundo que está fuera de nuestra comprensión, una naturaleza excesiva que no podemos controlar ni manipular. Nuestra evolución, nuestra capacidad de adaptación, depende de nuestra capacidad de unir conceptos y llegar a conclusiones y poner en duda las que estaban desde antes de nosotros; nada cambia, pero el conocimiento de cuanto nos rodea debe cambiar según las premisas que vayamos recolectando con el tiempo. Incluso cuando estás se nos pueden antojar, en primera instancia, difíciles de justificar. Porque el destino del hombre incapaz de racionalizar su destino, que se ha rendido a luchar por su existencia, es el mismo que el de la obra que ya no dice nada nuevo: el perpetuo olvido de lo que una vez supuso.
Si hablamos de Pesadilla en Elm Street, nos resultaría fácil comprender por qué el personaje está muy vivo: tiene miles de recovecos oscuros, cantidades ingentes de lugares desde donde se infiltra la novedad y la interpretación más abstrusa. En el caso de la primera película de la saga, podríamos definirla bajo el epígrafe «poco humor y mucha sangre»; también podríamos definirlo como una de las más realistas, aunque desasosegantes, representaciones del mundo onírico dentro del mundo del cine: los sueños no son aquí desvalazados cúmulos de incongruencias ni sistemas lógicos perfectamente formados, sino continuaciones lógicas bien cohesionadas —aunque no necesariamente evidentes, por lo que tienen de relato personal— de la memoria del que los padece.
Si bien esa es su base, su popularidad nace por aquello que tiene de clásico: la indefensión de una cuadrilla de odiosos jóvenes que sufren las más creativas muertes que se hayan visto en el género. Clasicismo dependiente de la novedad. Al transcurrir todo en los sueños la indefensión de los jóvenes se torna absoluta, haciendo de su protagonista más que un slasher una emanación del dios del antiguo testamento; no puedes correr, no puedes esconderte, el castigo siempre llega y siempre se antoja absurdo o arbitrario. Freddy Krueger es incognoscible porque trasciende lo real, su reino está más allá de este mundo y nunca podemos saber cuándo llegaremos hasta él.
Aunque la base narrativa de la saga se afiance en el mundo de los sueños, su popularidad nace por aquello que recoge de los clásicos de su género, el slasher: la indefensión de una cuadrilla de odiosos jóvenes que sufren muertes dignas de aplauso. Clasicismo dependiente de su novedad, en cualquier caso. Al transcurrir todo en sueños la indefensión de los jóvenes se torna absoluta, ya que nada ni nadie puede protegerles salvo su propia capacidad de despertarse antes de lo inevitable, haciendo de Freddy más que un slasher al uso, un asesino con ciertas trampas narrativas detrás, una emanación del dios del antiguo testamento; correr es inútil, esconderse absurdo, el castigo siempre llega y siempre se antoja absurdo o arbitrario. Freddy Krueger es incognoscible porque trasciende lo real, su reino está más allá de este mundo y nunca podemos saber cuándo llegaremos hasta él, o si podremos volver alguna vez. Aunque su motivación es evidente cuando la verbaliza, cuando hace saber que pagarán los pecados de sus padres, lo aterrador es saber que es imposible escapar de su juicio mientras se esté vivo.
Los efectos de Freddy se sienten en este mundo, pero es imposible evitar el suyo. ¿Cuándo sabemos que seguimos despiertos si los sueños no son nada más que efectos de nuestra memoria residual? La duda cartesiana encuentra en la película una respuesta: si aparece un hombre de cutis destrozado con un guante de cuchillas, quizás estés soñando. Pero entonces, desde una perspectiva cartesiana, Freddy es Dios de facto: él es el garante de que no estamos soñando, de que no hay un genio maligno engañando nuestros sentidos. Él decide sobre la vida y sobre la muerte, sobre los sueños y sobre lo real. Es aquel que, semejante a Dios, jamás podrá ser cuestionado por sus actos, porque todo acto es justificado como posible desde que es conocida su existencia.
Su segunda entrega, Freddy’s Revenge, ahonda en el tema de una forma peculiar. Más un cruising cinematográfico que una película al uso, una producción que a nadie hubiera extrañado que viniera firmada por un Bruce LaBruce con resaca de popper, su resolución rompe de forma tan radical con su anterior entrega que podríamos considerarla, por autoconsciente o por toda ausencia de consciencia —su director, Jack Sholder, sigue defendiendo que no entiende el porqué es una película de culto en la comunidad homosexual — , una obra maestra del cine de terror. O del cine queer. Cada plano, cada instante, está desbordado de símbolos fálicos y subtextos homoeróticos, hasta el punto de convertir a Freddy en algo así como un violador espectral vía posesión, pudiendo ser interpretada como una película sobre los problemas clásicos del despertar sexual. Interpretada desde ese concepto, su subversión es evidente: ya no se castigan los vicios de los adolescentes, trama clásica del slasher, sino que la figura paterna, un Freddy/Dios venido arriba, castiga el pecado, el despertar a una sexualidad desviada, de y a través de su hijo favorito.
El problema es que un principio subversivo también sirve para justificar una postura reaccionaria. Obviando (casi) en su totalidad la temática onírica y haciendo de Freddy una constante más difusa, pero ya con un toque más socarrón, su componente heroico clásico está más marcado que en la original. Al final triunfa el amor (heterosexual), aquello que lo puede todo, incluso con un asesino/divinidad sobrenatural; o, hilando más fino en nuestra crueldad interpretativa, una virginal adolescente puede devolver al camino de la heterosexualidad a un protagonista muy entregado a la sodomía por los abusos de papá Freddy —justificando entonces su existencia daimónica (aunque no necesariamente positiva) en un sentido literal y metafórico: es la figura de represión del deseo— impidiéndole tener una vida sexual sana. O una vida sana de cualquier otra clase: matar a todos aquellos con los cuales hubo acercamientos homoeróticos a través de métodos, digamos, gays hasta lo extravagante, no es sano para nadie. Ni siquiera para aquel que reprime lo evidente.
Dream Warriors, la tercera entrega de la saga, se ha defendido siempre como la mejor de todas las secuelas, y como mínimo es la más rupturista en cuanto ideas a desarrollar. Con un trasfondo à la juego de rol, donde los protagonistas descubren que en sueños tienen la capacidad de ser aquello que en el fondo desean ser —por extensión, en un sentido próximo al pensamiento religioso de William Blake, que cada uno es su propio dios — , combaten con hostias y poderes mágicos la omnipotencia de un Freddy que elige las muertes más creativas e irónicas de las cuales puede hacer gala en cada momento.
Su único problema es como la idea queda desaprovechada en su uso. Los poderes de los muchachos se introducen tarde y mal, no pasan de ser fantasías adolescentes bastante mal desarrolladas, y la necesidad de dar una vuelta de tuerca a la mitología de Freddy con una revelación final —lo cual se antojará, a partir de entonces, marca de la casa— se antoja ridícula por forzada; su muerte es forzada, un empujón hacia el vacío teórico, que queda injustificado por lo que tiene de Los Goonies van a Elm Street: la hipóstasis divina de los protagonistas no nace de su interior, de su poder descubierto como la negación de toda existencia divina salvo la interior, sino que es una emanación de su antagonista. El único personaje divino sigue siendo Freddy y, al creer en su existencia y su poder en los sueños, es cuando los protagonistas son capaces de enfrentarse a él, pero no destruirlo, en tanto no hacen más que utilizar el poder que emana de su existencia. O siguiendo la lectura cristiana, sus protagonistas no son nihilistas destruyendo la idea divina, sino protestantes negando el dios católico para darle honores al dios protestante.
The Dream Master, continuación apócrifa de la anterior, exploraría los mismos temas desde otra perspectiva, formuláica por más que sea gamberra y juvenil, desarrollando la lógica subyacente tras la tercera entrega: el sueño como mundo de la potencialidad absoluta, el lugar donde se cumplen las condiciones esenciales contenidas dentro de cada persona; donde en la realidad sólo se tiene el potencial de alcanzar algo, en sueños se es ese algo. Partiendo de la premisa de la anterior película, como si fuera un calentamiento para llegar hasta aquí, desarrolla la idea de que la empatía nos permite retener toda potencialidad que radica en aquellos que nos rodean. Ya no es una oda a la amistad y la aventura, sino que hay algo más. La protagonista es poderosa porque su empatía es infinita, porque es capaz de mimetizar todo aquello que es bueno de quienes le rodean; la empatía le convierte en tan poderosa como Freddy, tan poderosa como Dios, porque es capaz de hacer suyo el poder de toda su comunidad. En tanto creen en ella como una figura divina, como una figura gnóstica capaz de destruir el mal en nombre de todos, tiene esa capacidad.
En cierto sentido, esta cuarta entrega es la más iconoclasta de las secuelas por lo que tiene de cuento aristotélico: la empatía como base de la vida en sociedad, la sociedad como fruto esencial del hombre libre —y por extensión, raíz de toda potencialidad: sólo en sociedad puede existir Krueger, pero también su aniquilación — , sirve para luchar contra el exceso personificado en un dios malévolo. Si no existiera comunidad, no existiría Krueger —porque no quedaría nadie a quien matar, como veríamos en The Final Nightmare, o porque nadie creería en él y carecería de poder, como veríamos en Freddy vs. Jason— ni la posibilidad de divinidad alguna.
Aunque con The Dream Child comienza la decadencia de la saga, da un par de pasos más allá en la posibilidad de establecer una exégesis última de la misma. La película se pierde de forma constante en un batiburrillo de referencias estéticas, pretendiendo ser seria, pero ser gamberra, pero seria, pero gamberra. Su indefinición, que lo mismo le hace saltar del cyberpunk más salvaje a abrazar con esplendor la humorada más cómic, lastra un conjunto más interesante por el fondo, una evolución lógica de las constantes de la saga, que por la forma, un mal pastiche. Incluso cuando, en potencia, su forma era perfecta.
La vuelta de tuerca mitológica es, en esta ocasión, el tránsito entre libros bíblicos: si hasta ahora Freddy era una personificación del Dios del antiguo testamento, el cruel padre maltratador, aquí se personifica próximo al del nuevo testamento, el padre que sacrifica a su hijo. Volviendo al concepto del personaje como violador espiritual, en esta ocasión renacer a través del feto de la protagonista de la entrega anterior —volviendo, al tiempo, a la problemática de la paternidad subyacente a toda la saga — , nos encontramos con Dios pretendiendo renacer en forma de Cristo a través del cuerpo de una mujer, de una final girl, que nunca pidió traer al mundo la semilla divina —evidente referencia hacia su madre, con la cual se establecen paralelismos al ser una monja violada por cien maniacos — . Otro martillazo cristianizante más en el ataúd de la saga, aunque menos profundo de lo que se cree.
Con The Final Nightmare el cambio es profundo, ahondando de forma obsesiva en todas las constantes propias del personaje. Freddy Krueger se convierte aquí en padre coraje, luchando contra sí mismo y haciendo todo por salvar lo poco que le queda de humanidad a través de una hija de la cual no sabíamos nada hasta ahora. Es la película más crítica con el papel de los padre de toda la saga —donde el maltrato y el abuso hacia los adolescentes es una constante, haciendo de Freddy un reflejo no particularmente brutal de ellos— y la que hace evolucionar su papel hacia una divinidad netamente cristiana: ya no encontramos una entidad sobrenatural que castiga por capricho o por los pecados de nuestros padre, sino que el castigo deviene de nuestra impureza. Nadie muere aquí por nada que no sean sus propios actos, actos impuros y desviados según las normas de Dios, haciendo de esta película la más próxima a las dinámicas del slasher clásico.
Como adelantamos antes, será aquí donde las constantes perfiladas anteriormente estallarán de una forma más evidente. Desde la figura de la hija de Freddy como figura redentora que conduce a todos por el camino de su padre, haciendo de sí misma una suerte de inconsciente Jesucristo del mal, hasta la imposibilidad de su existencia cuando ya no queda nadie para recordarlo, porque todos los adolescentes han muerto, el interés de la película radica en esos detalles deslavazados, hilos que seguir sin saber hasta donde llevan. Edificada sobre la endeble premisa de una película que no da miedo, que le aterroriza ser terror, se convierte en una comedia involuntaria que ni siquiera termina de dar risa. Freddy se convierte en un ente naïf, algo ridículo y moralista, que sólo sabe soltar one lines más patéticos que otra cosa. Un poco como el papel del Dios cristiano: un chiste incoherente y malo, un chiste contado tantas veces tan en serio que ha perdida toda la gracia posible.
Relato posmoderno, cierre de la saga —de «Freddy vs. Jason» hablaremos, aunque sea para enfatizar detalles sobre la posmodernidad, pero quedaría fuera de su lógica continuista— y obsesivo encaje de bolillos de la condición contemporánea de los mitos. Su reflexión de la narrativa, y con el cine y los cuentos por cabeza, como origen y diáspora de toda reflexión resulta brillante por lo que tiene de desmitificadora: el arte es la religión o la filosofía continuada por otros medios. Son vasos comunicantes en perpetuo intercambio. Todo relato es la plasmación de las condiciones presentes, o ideales, de la existencia; Freddy sigue siendo una divinidad, pero ahora lo es por su capacidad para seguir generando realidad alrededor suyo: existe sólo en la medida que creen en él, que sirve para explicar los temores del presente, que está presenta en la vida de las personas. De nuevo, como el dios de cualquier religión.
Con New Nightmare se cierra una etapa, se cierra la saga. Vuelve Wes Craven en un relato posmoderno, con un exceso meta que desarrollaría peor en Scream —forzando, en ambos casos, un patético revanchismo contra todas las secuelas de la saga que deja en peor lugar al autor que a los mercenarios; el mito tiene orígenes, pero es de todos aquellos quienes se lo apropian — , que se nos antoja un obsesivo encaje de bolillos sobre la condición contemporánea de los mitos. Su reflexión al respecto de la narrativa, y con el cine y los cuentos a la cabeza, como origen y diáspora de toda reflexión o acontecimiento mundano, resulta brillante por lo que tiene de desmitificadora: el arte es la religión o la filosofía continuada por otros medios. Son vasos comunicantes en perpetuo intercambio. Todo relato es la plasmación de las condiciones presentes, o ideales, de la existencia; Freddy sigue siendo una divinidad, pero ahora lo es por su capacidad para seguir generando realidad alrededor suyo: existe sólo en la medida que creen en él, que es capaz de plasmar los miedos y temores de la sociedad, que está presente en la vida de las personas. De nuevo, como el dios de cualquier religión.
Obsesiva, reiterativa, apegada en exceso al discurso mitologizante de los cuentos infantiles para su propio bien, sería la llegada del nietzschianismo al género y el cierre (presente) de todo cuanto puede ser narrado: Dios ha muerto, lo ha matado el hombre; Freddy ha muerto, lo ha matado Craven. Si es que es posible matar aquello que no es más, porque tampoco ser más, que un mito: aquello que vive perpetuamente mientras se siga pensando en él, mientras nos siga enseñando algo.
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