Si existe un trabajo ingrato ese es el de titiritero. En ningún caso se puede dejar ver, enseñarnos como maneja hilos, pues desde el mismo momento que podemos apreciar que los títeres no tienen voluntad autónoma, que necesitan de algún otro para tener vida, el hechizo de la ficción se rompe devolviéndonos de la forma más brutal posible a la realidad: a través del desencanto. Bien es cierto que ninguna persona adulta cree que los títeres tengan vida propia, ni siquiera lo creen la mayor parte de los niños —concedamos, por tanto, la duda razonable: la imaginación infantil todo lo puede — , pero cuando vemos teatro de títeres nos gusta obviar que, detrás del espectáculo, todo se resume en el titiritero tirando de las cuerdas con maestría.
En Instrumental no estamos ante un hombre teatralizando su propia vida, desnudándose para nosotros en el acto de enseñarnos sus cicatrices con los focos acompañando movimientos sutiles que muestran la sinceridad que sólo la actuación, cierto grado de falsedad, pueden reproducir como reales. No estamos hablando de literatura, no al menos de literatura como el gesto inconcebible de representar la verdad a través de la ficción. James Rhodes nos demuestra que es un buen pianista —nunca fue al conservatorio y se pasó diez años sin tocar, pero logró hacerse concertista de talla mundial hacia finales de sus veinte — , pero entre líneas nos deja ver también otra cosa: es un buen cuenta cuentos. En ese sentido, escribir se parece al hecho de interpretar música: encuentra los flujos naturales de la historia, acelera o frena según convenga, entra en detalles o los sobrevuela según quiera enfatizar uno u otro aspecto de la composición; en suma, interpreta su vida como si fuera una sinfonía compuesta por algún otro. O un popurrí que sólo cobra sentido al hilarlo en su propia interpretación.