Existe cierta belleza inherente en las cosas que los ojos no pueden ver. Si bien es algo lógico, pues existen cosas bellas al tacto o al olor o a cualesquiera de los sentidos, se nos muestra como contraintuitivo en tanto vivimos en un mundo donde, históricamente, se ha privilegiado la vista sobre los otros sentidos —algo evidente cuando decimos «se nos muestra», por ejemplo — ; bello es aquello que resulta armónico a la vista, excluyendo esa posibilidad en cualquier cosa que difiera del estricto canon visual que demarca el arte. De ahí el clásico debate de si la cocina, eminentemente gustativa, o la perfumería, exclusivamente olfativa, merecen la categoría de arte: no puede existir en ellas nada más allá de su utilidad, en tanto sólo remiten hacia otros sentidos ajenos al cual nos ha transmitido siempre las formas artísticas. Por extensión, arte sólo es aquello que podemos ver con los ojos.
Môjû, el canto de cisne en términos canónicos de Yasuzô Masumura —no porque sea su obra maestra, lo cual es discutible, sino porque el resto de su filmografía ha caído en el olvido a pesar de estar entre los grandes directores de su generación — , explora esa condición de la belleza más allá de las formas clásicas, el éxtasis que sólo se puede encontrar en el dolor y la muerte, pero también la posibilidad de un arte que trascienda la percepción normativa, que pueda sentirse con todo el cuerpo. Esa concepción del arte como sacrificio supremo, de la conciencia, de los sentidos, se construye a través de esa misma destrucción, con metáforas, con imágenes.