Si existe algo que nos define cara a los demás, es el rostro —como, de hecho, ya nos muestra el lenguaje al afirmar que estar a disposición del otro es estar «cara a él» — . Por eso la obsesión por la belleza, la simetría y la juventud es sólo un rasgo más de aquel que quiere mantener el espejo de su alma lo más limpio posible; del mismo modo, quien ama sus canas y sus arrugas no guarda ninguna distancia con aquel que las evita: en ambos casos estamos ante un cuidado de sí que empieza con el rostro como punto omega de la experiencia. Aunque se diga popularmente que los ojos son el espejo del alma, éstos sólo lo son en tanto parte de un rostro capaz de sostener aquello que éstos puedan pretender reflejar.
Les yeux sans visage es, en muchos sentidos, un retrato sobre la obsesión por el rostro, pero una obsesión que se nos da como efecto espejo: los que se obsesionan son los que buscan su reflejo en él. Por eso la historia de una pobre chiquilla que queda desfigurada en un accidente, Christiane Génessierm, es la historia de como ésta queda encerrada de forma perpetua en el espejo que oculta la realidad, que sólo refleja las aspiraciones de su padre; el Doctor Génessier no busca devolverle aquello que era suyo a su hija, la cual no se reconoce en los rostros que éste le concede, sino que busca mantenerla en la situación refleja del pasado: aquello que fue pero ya nunca podrá ser; el rostro ajeno son las cadenas de la costumbre. Por eso su búsqueda incansable de devolverle la dignidad del rostro no es, en ningún caso, por una búsqueda que confiere para ella, sino que se sitúa como la proyección de aquello que él desea para sí. Si consigue recrear la cara de su hija con un trasplante de cara, habrá conseguido lograr sus dos mayores objetivos vitales: encontrar un modo de hacer trasplantes seguros y recuperar el rostro que fue perdido por su temeridad al volante: en último término, encontrar una medida justa para su megalomanía.