aquellos dulces ojos inocentes

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Cuando to­do va mal, cuan­do uno se sien­te un pa­ria in­clu­so den­tro de su pro­pio círcu­lo de amis­ta­des, si es que exis­te, las fuer­zas co­mien­zan a des­fa­lle­cer y las ideas sui­ci­das nu­blan la ra­zón. En ese jus­to ins­tan­te hay al­go que con­du­ce tus ac­tos ha­cia un fi­nal qui­zás tan irre­me­dia­ble co­mo de­sea­do. Y de es­to nos ha­bla My Neighbor Satan de los im­pres­cin­di­bles Boris.

En un tono pau­sa­do, in­clu­so ape­sum­bra­do, se va de­sa­rro­llan­do una sen­ci­lla li­nea de ba­te­ría que acom­pa­ña el mu­ro de rui­do blan­co ori­gi­na­do por la gui­ta­rra que da for­ma al con­ti­nua­do pun­teo del ba­jo. Esto se re­pi­te una y otra y otra vez has­ta un cier­to es­ta­lli­do ha­cia el fi­nal tras el cual, se vuel­ve a la or­to­do­xia con­tem­pla­ti­va pa­ra, fi­nal­men­te, des­ha­cer­se en un ejer­ci­cio de es­ti­lo de pu­ro y ma­lé­vo­lo sto­ner. Toda la can­ción lle­va el rit­mo del sui­ci­da pro­ta­go­nis­ta de la le­tra. El es­tá allí, con­tem­pla­ti­vo y du­bi­ta­ti­vo de que ha­cer, la mú­si­ca le pe­ne­tra en el pe­cho co­mo la ho­ja del cu­chi­llo que uti­li­za­rá mien­tras se pre­gun­ta que le ha he­cho a la hu­ma­ni­dad en­te­ra pa­ra ser así des­pre­cia­do. El des­pre­cio de las per­so­nas nos pue­de lle­var a las más inefa­bles de las de­ci­sio­nes. Cuando nos sen­ti­mos ab­so­lu­ta­men­te so­los, cuan­do no nos que­da na­die que se dig­ne a es­cu­char­nos, a co­ger­nos de la mano, so­lo nos que­da arras­trar­nos co­mo gu­sa­nos por la sen­da de la oscuridad.

Y aquí lle­ga la lo­cu­ra. Cuando na­da im­por­ta na­da, cuan­do to­do es tan va­lio­so co­mo la na­da que arro­pa al uni­ver­so, el mal­tra­ta­do se con­vier­te en un so­cio­pa­ta que des­cu­bre que nin­gu­na vi­da va­le na­da. El lo­co aho­ra re­za, en­vi­le­ci­do, re­za a Satán o cual­quier en­te que le per­mi­ta una jus­ta ven­gan­za ade­más dar for­ma a to­do el odio que acu­mu­la den­tro de su pe­cho. Mientras la mi­ra­da ino­cen­te si­gue en­cen­di­da aho­ra se ha da­do cuen­ta que hay al­go den­tro de él, al­go más gran­de y po­de­ro­so que la su­ma de sus va­lo­res, es el pro­pio Mal. Sintiéndose, por pri­me­ra vez po­de­ro­so, se to­ca­rá el pe­cho y lo sen­ti­rá ahí, den­tro de él, un po­der que los de­más en­vi­dian y en­vi­le­cen. Ahora no ne­ce­si­ta el cu­chi­llo pa­ra abrir­se en ca­nal, aho­ra so­lo se­rá una he­rra­mien­ta más pa­ra la lo­cu­ra ador­na­da de ino­cen­cia que es­tá por venir.

Los mons­truos no na­cen, la so­cie­dad crea mons­truos des­de su des­pre­cio con la bru­ta­li­dad con la que des­tru­ye y ma­cha­ca las al­mas de aque­llos que no sa­ben o no pue­den adap­tar­se a su en­cru­de­ci­do ca­mino. Estos son los ver­da­de­ros pró­ji­mos de Satán de los cua­les nos ha­blan Boris, es­tos son de los cua­les de­be­mos te­mer. Y los de­be­mos te­mer por­que los ojos ino­cen­tes son hi­jos de nues­tras acciones.

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