Si el mundo es todo lo que acaece, según palabras de Ludwig Wittgenstein, entonces estamos enmarañados en las relaciones que los otros desarrollan con sus vidas. Aunque intentemos vivir de forma autónoma, controlando nuestro entorno e impidiendo injerencias externas —lo cual es imposible, ya que incluso convirtiéndonos en eremitas estaríamos a merced de los caprichos de la naturaleza; incluso entes sin voluntad pueden imponer cambios en el estado de mundo, lo cual impide que podamos salir de su red de relaciones — , toda acción conlleva efectos que nunca podríamos haber planeado; no es que en tanto humanos seamos gregarios, es que en tanto seres vivos nuestras acciones repercuten en el mundo. Nacemos introducido en una red de relaciones que seguirá hay incluso después de que dejemos el mundo, o de que el mundo decida marcharse sin nosotros.
Esa inconmensurabilidad del mundo, esa telaraña eterna a la cual contribuimos incluso sin pretenderlo, es lo que retrata con maestría Takashi Hiraide. Seguimos los pasos de una pareja joven, sin hijos ni mascotas, en su mudanza a una pequeña casa parte de un complejo más grande que incluye un oneroso jardín; es una casa japonesa antigua y ellos viven en el equivalente a la casa de invitados, dejando clara cual es su situación existencial: invitados, no protagonistas, de las relaciones que se dan en ese mundo en particular. Será Chibi, un pequeño gato que vive con los vecinos, el auténtico protagonista de la historia desde el punto de vista de la acción, ya que será el único que parecerá libre de cualquier carga impositiva en cualquiera de sus actos. Duerme, juega y se alimenta en casa de unos y otros, aunque nunca se queda de forma permanente ni deja tocarse, porque él es el único dueño de sus días; entreteje su maraña entre las de los otros, considerándolos nada más que juguetes o elementos accidentales dispuestos para su propia existencia. Es libre, con todo lo que ello conlleva.