Etiqueta: relación dialéctica

  • en la paradoja se encuentra el renacer

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    Pensar que cuan­do ocu­rra una in­va­sión zom­bie la his­to­ria más im­por­tan­te y de­ter­mi­nan­te se le su­po­ne al he­cho de que ha­ya una in­va­sión zom­bie es un gra­ve error. Aunque de­trás de la in­va­sión en­con­tra­mos un men­sa­je co­di­fi­ca­do car­ga­do de ideo­lo­gía la vi­da no se de­tie­ne ni en el fin del mun­do y to­dos los que vi­van la in­va­sión no tie­nen por­que sen­tir­se ‑ni mu­chí­si­mo me­nos eri­gir­se como- los cam­peo­nes de la hu­ma­ni­dad; pue­den ser sim­ples su­per­vi­vien­tes que in­ten­tan se­guir su ca­mino. Pero Tokyo Zombie de Yusaku Hanakuma es ca­paz de ha­blar­nos a va­rios ni­ve­les y no só­lo nos pre­sen­ta un hé­roe que no es tal, sino que la úni­ca vi­lla­nía es la lu­cha de clases.

    Un par de tra­ba­ja­do­res de una fac­to­ría, Mitsuo y Fujio, se pa­san el día prac­ti­can­do jiu­jitsu has­ta que un día su je­fe, har­to de ellos, les echa una bron­ca que aca­ba en la muer­te de es­te. Ellos con­ti­núan su vi­da exac­ta­men­te igual des­pués de aban­do­nar el ca­dá­ver en el Dark Fuji, una mon­ta­ña de ba­su­ra, sal­vo por­que in­me­dia­ta­men­te des­pués de su par­ti­da co­mien­zan a le­van­tar­se to­dos los ca­dá­ve­res allí en­te­rra­dos. El des­tino se lle­va pron­to a Mitsuo por de­lan­te al mor­der­le un zom­bie por sal­var a un pe­rri­to, por lo que se que­da el alumno Fujio só­lo con­tra el apo­ca­lip­sis a car­go del pe­que­ño pe­rro de su ami­go. Cinco años des­pués se eri­gi­rá una ciu­dad for­ti­fi­ca­da don­de es­ta­ba Tokyo don­de, pa­ra di­ver­sión de la bur­gue­sía, es­cla­vos lu­chan con­tra zom­bies en un cir­co de gla­dia­do­res po­sa­po­ca­líp­ti­co; Fujio es el odia­do cam­peón ab­so­lu­to del mis­mo. Todo lo de­más que po­de­mos en­con­trar es, siem­pre, una huí­da ha­cia ade­lan­te, una bús­que­da eter­na de aque­llo que han per­di­do por el ca­mino, esa con­di­ción per­di­da tras el apo­ca­lip­sis. Fujio no se eri­ge co­mo hé­roe, ja­más in­ten­ta aca­bar con el sis­te­ma cruel en el que ha caí­do, pe­ro tam­po­co se mues­tra cóm­pli­ce, él lu­cha en la ab­so­lu­ta pa­si­vi­dad de par­ti­ci­par só­lo co­mo mo­do de lle­gar a ser li­bre y huir de allí. La caí­da de ese im­pe­rio es to­tal­men­te in­ci­den­tal, la his­to­ria de Fujio es la his­to­ria de un hom­bre que per­dió a su ami­go, su men­tor, y bus­ca eter­na­men­te a tra­vés del jiu­jitsu esa pa­sión que só­lo exis­tía cuan­do en­tre­na­ba con él.

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  • tensión dialéctica no resuelta

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    El amo no es tal en tan­to que só­lo es re­co­no­ci­do co­mo tal por el es­cla­vo pe­ro siem­pre ca­be la ab­sur­da po­si­bi­li­dad de que el amo re­co­noz­ca al es­cla­vo co­mo ser en si pa­ra po­der ser él re­co­no­ci­do a su vez co­mo tal. Por su­pues­to es­to só­lo ocu­rri­ría me­dian­te sub­ter­fu­gios y fal­sas ver­da­des, co­mo un in­ten­to de en­ga­ñar­se, «ellos no son es­cla­vos, son sir­vien­tes que na­cie­ron en una po­si­ción in­fe­rior por pu­ra for­tu­na» Justo la ac­ti­tud que tie­nen al­gu­nos di­rec­to­res de Hollywood con la hu­ma­ni­dad en­te­ra se­gún el pri­mer ca­pí­tu­lo de la so­ber­bia se­rie Extras.

    Extras co­mien­za en su pri­mer ca­pí­tu­lo con Ben Stiller di­ri­gien­do un dra­ma bé­li­co. Al po­co de em­pe­zar in­sis­te en re­cal­car­nos la ne­ce­si­dad de con­tar la his­to­ria de Goran, un hom­bre que per­dió to­do en la gue­rra de los Balcanes. Rodar una pe­lí­cu­la so­bre los ge­no­ci­dios en los paí­ses del es­te es el úni­co mo­do de im­pe­dir la per­pe­tua­ción de esa tra­ge­dia. Esta pe­lí­cu­la, la ha­ce­mos to­dos por Goran. Él es el di­rec­tor que es­con­dién­do­se de­trás de fal­sas pro­cla­mas del ha­cer­se por­ta­dor de la Verdad y la Historia ‑ya que, co­mo to­dos sa­be­mos, es un hé­roe que de­vuel­ve su esen­cia al esclavo‑, ejer­ce de ti­rano pa­ra con­tar una his­to­ria que no es su­ya, pe­ro se apro­pia de ella co­mo úni­co va­le­dor. El es Ben Stiller, tú no eres na­die. Y lo sa­bes. No im­por­ta si hay que mal­tra­tar psi­co­ló­gi­ca­men­te a un ni­ño o fí­si­ca­men­te a una an­cia­na. Es Ben Stiller, es el di­rec­tor de Hollywood, es el Demiurgo y tú tie­nes que amol­dar­te a su obra mag­na, su reali­dad. Y to­do aca­ba es­ta­llan­do, por unas lí­neas que exi­ge un ac­tor a tra­vés de Goran, pe­ro él es el di­rec­tor de Hollywood y Goran só­lo uno más. Es el gi­li­po­llas que se apro­pia de una reali­dad co­ral co­mo si fue­ra una ex­pre­sión ex­clu­si­va de sí mis­mo, co­mo una vi­sión úni­ca del to­do. Es el mo­nar­ca de un rei­no flo­tan­te, in­exis­ten­te, que se nie­ga a ver la reali­dad; el rey va des­nu­do y no tie­ne reino.

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  • vuestra miseria nos hace dichosos

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    Los triun­fos del hom­bre son com­par­ti­dos por to­dos, cuan­do al­guien ga­na al­gu­na cla­se de even­to, con­tra más im­por­tan­te es, más gen­te afir­ma­rá ser par­tí­ci­pe de esa vic­to­ria que no les ata­ñe. Sin em­bar­go el su­fri­mien­to es al­go que no se com­par­te sino que nos re­le­ga ha­cia el ser el otro, nos ale­ja de los de­más, nues­tra mi­se­ria de­fi­ne al otro co­mo un triun­fa­dor. Pero na­die quie­re te­ner al la­do al des­gra­cia­do y por ello los apar­ta­mos, les ne­ga­mos la mi­ra­da y su al­te­ri­dad, los co­si­fi­ca­mos. Nada más y na­da me­nos que lo que ex­po­ne Luis Buñuel en su ra­bio­sa pe­lí­cu­la Los Olvidados.

    Jaibo se es­ca­pa de un re­for­ma­to­rio pa­ra jun­tar­se con el jo­ven y al­go ván­da­lo Pedro el cual ve­rá trun­ca­da su vi­da cuan­do el pri­me­ro ase­si­ne a otro jo­ven por ha­ber­le de­la­ta­do de una de sus fe­cho­rías. Este es el mo­men­to pre­ci­so don­de la vi­da de am­bos se trun­ca­rá di­ri­gién­do­se a un in­exo­ra­ble des­tino don­de am­bos aca­ba­ran mu­rien­do co­mo lo que son, po­co más que ani­ma­les de car­ga he­chos pa­ra el tra­ba­jo que na­die de­sea. No son hu­ma­nos pues su hu­ma­ni­dad les es ne­ga­da una y otra vez cuan­do na­die es ca­paz de mi­rar­les a los ojos ni si­quie­ra en su pro­pia muer­te. En el due­lo dia­léc­ti­co la muer­te o la ren­di­ción lle­gan en un com­ba­te jus­to don­de las mi­ra­das se cru­zan y so­lo cuan­do se es mi­ra­do se ob­tie­ne la al­te­ri­dad. La ne­ga­ción de Jaibo le lle­va a la muer­te, al ne­gar a el otro a tra­vés del ase­si­na­to, lo cual só­lo glo­ri­fi­ca al otro co­mo hu­mano al crear el pro­pio re­cuer­do de la in­jus­ti­cia que no se de­be ol­vi­dar. Y so­lo así Pedro en­cuen­tra una iden­ti­dad que le es con­ti­nua­men­te ne­ga­da por su ma­dre, la cual siem­pre le da la es­pal­da. Ambos se glo­ri­fi­can en el pri­mer ca­so de ul­tra­vio­len­cia ci­ne­ma­to­grá­fi­ca en el cual, in­ten­tan­do ser afir­ma­dos por el otro, so­lo con­si­guen hun­dir­se en una ca­da vez más pro­fun­da co­si­fi­ca­ción. Pero so­lo uno al­can­za la redención.

    Siempre se ol­vi­da al de­rro­ta­do, al que ja­más ven­ció en la dia­léc­ti­ca que lo nie­ga to­do y a to­dos, la dia­léc­ti­ca que ci­mien­ta el ca­mino de la his­to­ria con los muer­tos anó­ni­mos del des­tino. Siempre que­da­rá des­pe­dre­gar ese ca­mino y re­cor­dar a las víc­ti­mas del des­tino del po­der des­creí­do de to­da res­pon­sa­bi­li­dad. Sólo te­néis que en­con­trar el re­cuer­do, án­ge­les olvidados.