El arte debe suponer siempre el cuestionamiento de uno mismo. Su deber es violar nuestras expectativas, poner en entre dicho todo aquello que suponíamos como cierto para situarnos ante una nueva forma de ver el mundo que nos obligue a reaccionar de algún modo; el arte nunca debería confirmar nuestras expectativas, darnos una palmadita en la espalda confirmando lo inteligentes que somos, sino que debería hacernos cuestionarnos aquellas verdades que atesoramos en lo más profundo de nosotros mismos. Debe ser incomodidad pura, un peligroso acercamiento hacia la realidad, puro terror ante la posibilidad de enfrentarnos contra un abismo más insondable de lo que jamás podríamos soportar.
Los cinco relatos del ciclo de El rey de amarillo son exactamente eso, la personificación de la literatura como la incomodidad de espíritu para todos aquellos que se dejan intoxicar por ella. Lo que busca Robert W. Chambers es representar la crudeza, el horror, que sólo puede emanar desde un cuestionamiento total de las órdenes morales más esenciales del hombre, haciendo que sus relatos giren en torno a tres temas de orden netamente humanos: el arte, la política y la religión. Todo encuentro con El rey de amarillo —una obra de teatro maldita que, según dicen, esconde las más aterradoras de las verdades que nunca hombre alguno pudiera haber imaginado— se ve mediado por la sed de conocimiento, por un contacto íntimo con una realidad que sobrepasa y subyuga a sus personajes. Ellos están atados de forma irremediable al mundo, incluso si preferirían no tener relación alguna con él; están enfermos de ambición, de conocimiento, de amor, siendo arrojados más allá de lo que ningún ser apegado a la naturaleza ha podido saber nunca: el hecho de haber nacido humanos, de tener sed humana, es su condenación última.