Etiqueta: Ruinas

  • La revolución no será televisada. Gil Scott-Heron en las ruinas de la vida de otro hombre negro

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    El pre­sen­te tex­to es una tra­duc­ción de The Revolution Will Not Be Televised, el poema/spoken word de Gil Scott-Heron que se in­clu­ye al fi­nal de la mis­ma. La tra­duc­ción del tex­to es de pro­duc­ción propia.

    No te po­drás que­dar en ca­sa, hermano.
    No po­drás co­nec­tar­la, en­cen­der­la y apagarla.
    No po­drás per­der­te en la he­roí­na y evadirte,
    ni eva­dir­te a por una cer­ve­za du­ran­te los anuncios,
    por­que la re­vo­lu­ción no se­rá televisada.

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  • delimitar la narrativa, imaginar lo jugado

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    Las obras inaca­ba­das tie­nen el en­can­to es­pe­cial de en­se­ñar­nos aque­llo que po­dría ha­ber si­do pe­ro qui­zás ya nun­ca se­rá. Nos ha­cen se­guir un via­je por el cual te­ne­mos que re­lle­nar los hue­cos e ima­gi­nar co­mo ha­bría si­do; un via­je no tan­to de ex­plo­ra­ción co­mo de ima­gi­na­ción de aque­llo que nos es ve­ta­do en su in­con­clu­sión. Así el rey de es­te ejer­ci­cio bor­giano de re­cons­truc­ción es sin du­da Konjak y qui­zás con es­pe­cial en­can­to en su úl­ti­ma obra: The Iconoclasts.

    En The Iconoclasts se­gui­re­mos las aven­tu­ras de una jo­ven me­cá­ni­ca en su lu­cha con­tra el co­rrup­to go­bierno de su país los cua­les han pros­cri­to la me­cá­ni­ca, ha­cien­do mi­se­ra­ble la vi­da de cuan­tos ha­bi­tan el mun­do. La mez­cla de aven­tu­ra, pla­ta­for­mas y puzz­les, sin ser pa­ra na­da no­ve­do­so, nos lle­va por una ju­ga­bi­li­dad bien apu­ra­da y en­fren­ta­mien­tos de lo más di­ver­sos e in­ge­nio­sos. Con una es­truc­tu­ra que nos re­cuer­da al Castlevania la ex­plo­ra­ción se con­vier­te en prio­ri­dad ha­cien­do así que ca­da puzz­le sea una for­ma más de po­der cru­zar un pe­da­zo de pan­ta­lla más. Su es­ti­lo co­lo­ris­ta y vi­vo ade­más de su di­ver­si­dad en la ju­ga­bi­li­dad nos dan una ex­pe­rien­cia de jue­go de pri­mer ni­vel ha­cien­do que és­te jue­go in­die pue­da com­pe­tir ca­ra a ca­ra con lo más gra­na­do de la in­dus­tria. Pero to­do es­to pro­du­ce que cuan­do lle­ga­mos al de­sier­to y nos re­sul­ta im­po­si­ble es­ca­lar el acan­ti­la­do nos pre­gun­te­mos, ¿qué ha­brá más allá de ese úl­ti­mo sal­to im­po­si­ble? A par­tir de aquí es don­de em­pie­za el au­tén­ti­co jue­go, el elu­cu­brar ca­da uno co­mo aca­ba­rá la épi­ca aven­tu­ra que, por ava­ta­res del des­tino, se ve in­te­rrum­pi­da de for­ma abrup­ta e im­po­si­ble. Su fi­nal que no su­po­ne un fi­nal ha­ce del jue­go una pe­cu­liar na­rra­ti­va in­vo­lun­ta­ria: la im­po­si­bi­li­dad exis­ten­cial de un final.

    De és­te mo­do The Iconoclasts, de no ser en úl­ti­mo tér­mino con­clui­do su de­sa­rro­llo, se po­dría con­ver­tir en un vi­deo­jue­go de cul­to al sin­te­ti­zar una ju­ga­bi­li­dad ex­ce­len­te, un di­se­ño ar­tís­ti­co so­ber­bio y un ines­pe­ra­da­men­te cruel fi­nal. Sin pre­ten­der­lo abre una nue­va vía en la cual no hay re­sul­ta­dos ni sa­tis­fac­ción al­gu­na, só­lo un fi­nal tan ar­bi­tra­rio y trá­gi­co co­mo el crea­dor ha­ya de­ci­di­do que és­te sea. El nue­vo es­pa­cio del vi­deo­jue­go es la im­po­si­bi­li­dad de ga­nar o per­der: só­lo es juego.

  • la tristeza infinita del héroe

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    Cualquier pe­que­ño des­liz en la his­to­ria hu­bie­ra pro­vo­ca­do que to­do hu­bie­ra si­do com­ple­ta­men­te di­fe­ren­te. Esto lo tie­ne muy cla­ro el siem­pre bri­llan­te Warren Ellis en su có­mic Ruinas.

    El fo­tó­gra­fo Philip Sheldon va in­ves­ti­gan­do por to­do Estados Unidos los ca­sos de los su­per­hé­roes bus­can­do que es lo que pu­do sa­lir mal pa­ra que el mun­do se ven­ga aba­jo. En es­te uni­ver­so pa­ra­le­lo de Marvel los su­per­hé­roes o es­tán bien muer­tos o bien son pros­cri­tos pe­li­gro­sos que van con­tra la ley. Aquí no son más que fi­gu­ras trá­gi­cas las­tra­das por unos po­de­res que, su­ma­dos a su angst exis­ten­cial, les lle­va a la ab­so­lu­ta per­di­ción de la que ja­mas po­drán huir. Sheldon nos va pre­sen­tan­do las prue­bas una a una, sin des­can­so, abor­dan­do to­do lo que pue­de en el me­nor tiem­po po­si­ble, tie­ne po­co tiem­po pa­ra ha­cer­lo. El cam­po de con­cen­tra­ción skrull, la muer­te de Los Vengadores, un Hulk tu­mo­ral o la pri­sión de su­per­hé­roes cu­yo al­cai­de es Fisk. Un pa­té­ti­co mun­do cu­ya ace­le­ra­da exis­ten­cia va pa­ra­le­la a la ace­le­ra­da pre­sen­ta­ción de to­das las prue­bas. Solo al fi­nal, an­tes de que so­bre­ven­ga la muer­te, po­de­mos vis­lum­brar que es lo que pu­do sa­lir mal, cual fue el error fa­tal e in­sig­ni­fi­can­te que lle­vo al mun­do al caos.

    Incluso el más in­sig­ni­fi­can­te he­cho pue­de cam­biar la his­to­ria de un mo­do ate­rra­dor. Un mun­do de oro, de co­lor y fe­li­ci­dad pue­de con­ver­tir­se en el más bru­tal y cruel de los mun­dos de hie­rro, to­na­li­da­des de ne­gros y tris­te­za in­fi­ni­ta. A ve­ces, una per­so­na nor­mal, un hé­roe, su de­ci­sión, es lo que pue­de de­ci­dir si el mun­do se­ra más o me­nos tris­te y oscuro.