El jugador, de Fiódor Dostoyevski
Si nombramos el nombre de un gran maestro las posturas siempre se polarizan: habrá quienes le hagan la ola, para que no les acusen de reaccionarios, y habrá quienes lo critiquen, para revelarse como enfants terribles que ocupar su puesto; las relaciones con el maestro siempre están teñidas de una insalubre tendencia hacia la necesidad de copar su aura de influencia. Sobre las tumbas de los maestros se edifican fastuosos monumentos mortuorios que otros intentarán destruir; en la memoria del hombre sabio todos se quieren mudar a vivir para ser alguien, otros la quieren mancillar y convertir en páramos con exactamente las mismas intenciones. Es por ello que toda relación con el maestro que no parta de la aceptación de su condición de objeto igual que nosotros sólo que con unas capacidades adquiridas especiales será, necesariamente, insalubre. Y lo será se llame este maestro La Ruleta, La Herencia o Fiódor Dostoyevski.
El maestro puede que tenga una prosa elegante, aunque cotidiana, que sea el paradigma de cierta forma de escribir literatura, también es posible que permita ser intercambiado por bienes y servicios o conceda alguna satisfacción inmediata basada en las descargadas de endorfinas por la victoria; sea como fuere, toda adoración al maestro parte de los beneficios que confiere apegarse a su doctrina. Es por ello que no debería extrañarnos que El jugador, como novela y como personaje ‑el bueno de Alexei Ivanovich-, no deje de ser la conformación de una necesidad de seguir las doctrinas del maestro, la búsqueda de la esencia del maestro para sí, de una manera perpetua. Algo que el señor Astley tendría muy claro, demostrando ser la síntesis final de toda la obra: