Todos estamos al borde del precipicio, a un paso equivocado de convertirnos en todo aquello que la sociedad desprecia. No existe persona alguna que sea imposible que jamás cometa un desatino, un acto inapropiado o directamente criminal, porque está más allá de cualquier convención posible de lo que situaríamos bajo el paraguas de la problemática del mal. Los ángeles no existen. A veces sólo hace falta una pizca de mala suerte, hacer una asunción errónea o malinterpretar un hecho para actuar de forma inadecuada o, en el peor de los casos, acabar en el lado equivocado de la ley. De ahí que pretender que existe algo así como una tipología absoluta del mal, la posibilidad de juzgar de forma incorruptible y absoluta cualquier decisión ajena —algo común en los medios de comunicación, que suelen declararse jueces morales más allá de la ley — , siempre se encuentra ante la ambigüedad moral de un juicio que está determinado, de antemano, por una problemática subyacente más profunda: ni existen ángeles ni existen demonios, sólo personas, por lo cual todo acto puede venir condicionado por otros de los que nosotros somos culpables. O en los cuales podríamos haber caído en otras circunstancias.
Tanto en Japón como en China ha existido cierta tendencia marginal, aunque no por ello menor, a abandonar los niños no deseados dentro de las taquillas de las estaciones de tren. Aunque es un hecho infrecuente y sólo relativamente común durante las décadas de los 80’s y los 90’s —hasta el punto de haberse contabilizado 191 casos reportados de niños muertos en tales circunstancias, lo cual supuso el seis por ciento de todos los infanticidios de ese periodo — , la problemática tuvo tal cobertura mediática que, a todos los niños que sufrieron esa clase de abusos, se les dio un nombre específico: coin-operated-locker babies. O Coin-locker babies, bebes de las taquillas. O en la versión de Ryu Murakami, más preocupado por lo que sería de ellos al crecer, los chicos de las taquillas.