Etiqueta: sencillo

  • Monstruo metafórico o literal, monstruo se queda. Sobre «Monsters» de Gareth Edwards

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    Es co­mún con­fun­dir sim­ple­za con sen­ci­llez. No por ser co­mún es po­si­ti­vo, mas al con­tra­rio, por co­mún es una la­cra que re­dun­da en lo vo­mi­ti­vo; la creen­cia que ha­cer al­go sen­ci­llo im­pli­ca la in­exis­ten­cia de fon­do, de sub­tex­to, de­mues­tra co­mo ha ca­la­do la va­cui­dad en los vie­jos hue­sos del co­no­ci­mien­to. «Menos es me­nos» —nos di­cen. Al con­fron­tar una obra sen­ci­lla, que se jac­ta de po­der na­rrar co­sas di­fí­ci­les sin di­fi­cul­tad —lo que im­pli­ca, de fac­to, un pac­to con el lec­tor: lo que le aho­rra en re­dun­dan­cia de­be in­ver­tir­lo en re­fle­xión — , a ve­ces se cae en creer­la sim­ple, sin in­te­rés; tam­bién ocu­rre al con­tra­rio: al­gu­nos tex­tos am­pu­lo­sos son tra­ta­dos de com­ple­jos, co­mo si es­tu­vie­ran car­ga­dos de sig­ni­fi­ca­ción, cuan­do des­ar­ma­dos se nos mues­tran sim­ples: exis­te la con­vic­ción que só­lo a tra­vés de gran­de pa­la­bras, o de ex­pli­ca­cio­nes cla­ras, se nu­tre el au­tén­ti­co in­te­rés; sea así en lo poé­ti­co o en lo científico. 

    Monsters es una pe­lí­cu­la sen­ci­lla, que des­de su tí­tu­lo es trans­pa­ren­te en pre­mi­sas: mons­truos. No en­ga­ña. La úni­ca sor­pre­sa que se per­mi­te con­te­ner no es tan­to no ha­ber sor­pre­sas, co­mo ser una his­to­ria de amor; his­to­ria de amor en­tre dos per­so­nas de mun­dos opues­tos an­cla­dos en un uni­ver­so le­jano. Incluso cuan­do son mun­dos eco­nó­mi­cos, el uni­ver­so tan só­lo geo­grá­fi­co por po­lí­ti­co. Si to­da his­to­ria de amor es una his­to­ria de fan­tas­mas, co­mo de­cía David Foster Wallace, sa­bien­do que los fan­tas­mas son los mons­truo­sos re­fle­jos de una exis­ten­cia pa­sa­da, en­ton­ces Monsters no nos da me­nos de lo que nos ven­de, si no más: es una his­to­ria de aven­tu­ras, pe­ro tam­bién es una his­to­ria de amor. Todo ro­man­ce es un mons­truo de­sen­fre­na­do. Ahora bien, en tan­to el cho­que no es en­tre mun­dos sino en­tre uni­ver­sos, hay tam­bién un ter­cer trán­si­to en­tre di­men­sio­nes que nos lle­va­ría ha­cia una tra­ma po­lí­ti­ca. El tí­tu­lo es fran­co has­ta el pun­to de mar­car la di­fe­ren­cia por una «s», ya que nos ofre­ce más de una ti­po­lo­gía de mons­truo­si­dad: los mons­truos del amor, de la po­lí­ti­ca, de la naturaleza.

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  • oh, mamá, voy a ser un hombre sencillo

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    A pe­sar de to­dos los pre­jui­cios que po­da­mos te­ner con res­pec­to del Sur hay al­go que po­de­mos de­cir sin nin­gún lu­gar a du­das, y que a su vez can­ta­rían Lynyrd Skynyrd: es una tie­rra de hom­bres sen­ci­llos. La pro­me­sa a una ma­dre, a una ma­má, de que ja­más se de­ja­rá se­du­cir por los ex­ce­sos de la vi­da ca­pi­ta­lis­ta es la pre­mi­sa de una can­ción de rai­gam­bre ex­tre­ma­da­men­te su­re­ña. Como de otro tiem­po, por­que de he­cho el su­re­ño es una en­ti­dad hi­ja de otro tiem­po, nos dic­tan unos va­lo­res com­ple­ta­men­te aje­nos a los del ca­pi­ta­lis­mo: no desees na­da más que aque­llo que ne­ce­si­tes; vi­ve con lo ne­ce­sa­rio e ig­no­ra lo su­per­fluo. Esta he­ren­cia cua­si bu­dis­ta se ex­pre­sa en la bús­que­da del amor y de aque­llo que nos ha­ga fe­liz, pres­cin­dien­do de las su­per­fluas mer­can­cías fe­ti­chi­za­das del ca­pi­tal. El hom­bre del sur, aun muy cer­cano con la tie­rra, co­no­ce el au­tén­ti­co pla­cer de co­no­cer sus de­seos sin es­tar eter­na­men­te me­dia­dos por un mercado. 

    En la era de la ace­le­ra­ción, la ma­má su­re­ña nos re­co­mien­da no vi­vir de­ma­sia­do rá­pi­do pues los pro­ble­mas tal y co­mo vie­nen pa­sa­rán. No hay que de­jar­se lle­var por la ne­ce­si­dad del aquí y aho­ra, en­zar­zar­se en bús­que­das ex­qui­si­tas del ya, sino que hay que sa­ber de­jar al tiem­po ac­tuar só­lo, aun cuan­do es­té me­dia­do por nues­tras ac­cio­nes. Pero es que jus­ta­men­te es ahí don­de po­de­mos apren­der cua­les son nues­tros flu­jos de­sean­tes: só­lo cuan­do de­ja­mos que el tiem­po va­ya des­co­di­fi­can­do nues­tras ac­cio­nes, ale­ja­das del sen­ti­mien­to de in­me­dia­tez de los mer­ca­dos, po­dre­mos des­cu­brir que es lo que real­men­te ne­ce­si­ta­mos; de­sea­mos. Todo lo que ne­ce­si­tas es­tá en tu al­ma, di­ce nues­tra ma­má su­re­ña. No hay na­da que no pue­das con­se­guir sino es con tu te­són y no hay de­seo que pro­ven­ga de tu co­ra­zón que no pue­das des­cu­brir co­mo sa­tis­fa­cer­lo por ti mis­mo. Y si ha­ces es­to no só­lo se­rás un hom­bre sen­ci­llo, sino que te com­pren­de­rás a ti mis­mo y cua­les son tus au­tén­ti­cos deseos.

    El su­re­ño, la idea del mis­mo, es un hom­bre digno de ad­mi­rar por­que siem­pre in­ten­ta ser lo más sen­ci­llo po­si­ble. No bus­ca lo que los mer­ca­dos le dic­tan, lo que la te­le­vi­sión le ins­ta o lo que los otros le in­ci­tan, él só­lo ne­ce­si­ta el tiem­po de in­tros­pec­ción ade­cua­do pa­ra co­no­cer aque­llo que real­men­te de­sea pa­ra sí. Por eso el su­re­ño es el au­tén­ti­co hom­bre de amor, por­que no ama la vi­da por es­tar vi­vo, sino que vi­ve por­que ama la vi­da. Mamá, lo es­toy ha­cien­do lo me­jor que puedo.