Es común confundir simpleza con sencillez. No por ser común es positivo, mas al contrario, por común es una lacra que redunda en lo vomitivo; la creencia que hacer algo sencillo implica la inexistencia de fondo, de subtexto, demuestra como ha calado la vacuidad en los viejos huesos del conocimiento. «Menos es menos» —nos dicen. Al confrontar una obra sencilla, que se jacta de poder narrar cosas difíciles sin dificultad —lo que implica, de facto, un pacto con el lector: lo que le ahorra en redundancia debe invertirlo en reflexión — , a veces se cae en creerla simple, sin interés; también ocurre al contrario: algunos textos ampulosos son tratados de complejos, como si estuvieran cargados de significación, cuando desarmados se nos muestran simples: existe la convicción que sólo a través de grande palabras, o de explicaciones claras, se nutre el auténtico interés; sea así en lo poético o en lo científico.
Monsters es una película sencilla, que desde su título es transparente en premisas: monstruos. No engaña. La única sorpresa que se permite contener no es tanto no haber sorpresas, como ser una historia de amor; historia de amor entre dos personas de mundos opuestos anclados en un universo lejano. Incluso cuando son mundos económicos, el universo tan sólo geográfico por político. Si toda historia de amor es una historia de fantasmas, como decía David Foster Wallace, sabiendo que los fantasmas son los monstruosos reflejos de una existencia pasada, entonces Monsters no nos da menos de lo que nos vende, si no más: es una historia de aventuras, pero también es una historia de amor. Todo romance es un monstruo desenfrenado. Ahora bien, en tanto el choque no es entre mundos sino entre universos, hay también un tercer tránsito entre dimensiones que nos llevaría hacia una trama política. El título es franco hasta el punto de marcar la diferencia por una «s», ya que nos ofrece más de una tipología de monstruosidad: los monstruos del amor, de la política, de la naturaleza.
Historia de amor porque toda búsqueda del camino a casa sirve como excusa para demostrarnos cómo han acabado lejos de sus hogares dos almas perdidas, separadas de cualquier conexión con lo real. Andrew Kaulder está en México fotografiando monstruos no sólo para pagar sus facturas, sino para huir de su fracaso en las relaciones personales: con un hijo al que apenas ve, la distancia le anestesia; Samantha Wynden, hija del jefe de Kaulder, está atrapada por vía compromiso por un hombre al que no ama. ¿Cual es su mérito? Construir la historia sin hacer que los personajes expliciten sus sentimientos a través de monólogos —lo cual carecería de sentido, ya que ni contarían aspectos tan íntimos de su vida entre desconocidos ni tendrían por qué ser conscientes de ellos — , sino en pequeñas acciones constantes; Wynder oculta su anillo de compromiso o se niega a llamar a su prometido y Kaulder se aferra a su cámara como símbolo sentimental —la fotografía congela el pasado, evitando así toda posibilidad de cambio — ; sólo consiguen trascender su situación cuando dejan de aferrarse a su pasado. Dejando de huir. He ahí que cuando hacen noche en lo alto de una pirámide se encienda la chispa: no necesitan cámara ni anillo de compromiso, sólo el uno al otro. Han trascendido su reclusión interior; ¿para qué fotografiar la noche estrellada para recordarla cuando está ahí mismo para disfrutarla?
Lo político se nos da en tanto los monstruos caen sobre México; la barrera que establece EEUU para contener a los otros, barrera inútil, barrera que sólo se quiebra para salvar a ciudadanos americanos, nos hace evidente que los monstruos son los otros: los mexicanos. Por eso quedan abandonados. La barrera no es para mantener seguros a los que están dentro, sino para mantener en el exterior a quienes allí habitan. No tiene función pacificadora alguna. El muro sirve entonces para contener a los monstruos (literalmente) pero también para evitar que la cultura barbara, los mexicanos, los monstruos que allí habitan, penetren en la civilizada polis americana (metafóricamente).
¿Qué hay de aventura entonces en la historia? Todo, ya que los monstruos también son monstruos; aunque apenas sí aparecen, casi más insinuados que presentes —causa, y bendición, de un presupuesto exiguo,— durante la mayor parte del metraje, su presencia se hace sentir: bien sea su presencia o los efectos que tuvo la misma nos recuerda siempre que cuando no ocurre nada, no significa que no pueda ocurrirlo. Pero los monstruos también son las personas, los sentimientos, la imposibilidad o la dificultad de conciliaros: el amor es monstruo que ha devorado la vida de sus protagonistas, no la invasión de México por seres extraterrestres. Es el pasado al que se aferran encerrándose sobre sí mismos. También son monstruos los que dan pie al cierre, cuando dos zancudos tenticulares se juntan en la noche en lo que bien podría ser un beso o un abrazo. Quizás algo más. En cualquier caso, cópula: como símbolo del amor, los monstruos se muestran como entidades capaces de hacerse una aceptándose mutuamente como un todo con el otro. Amar es aceptar al otro por lo que es, no por lo que podría o debería ser. Por eso incluso la metáfora amorosa se torna aquí política, ya que los monstruos demuestran un camino de conciliación; no hay bárbaros, no hay polis: la muralla sólo es el profiláctico que impide un proyecto común. Mutuo.
He ahí lo fascinante de la opera prima de Gareth Edwards. Renuncia al sentido unívoco, cargando los gestos, las miradas y las historias de un subtexto que se dispara en todas direcciones; se entiendan los monstruos como metáforas (políticas o sentimentales) o como monstruos literales, pero no se agotan en sus interpretaciones. Hay mucho más allá. Es tal su sencillez, su buen gusto para no abofetear al espectador en la cara con manidas pretensiones de trascendentalidad o soflama —a diferencia de lo simple de Gravity, de Alfonso Cuarón—; a diferencia de lo sobrecargado para su simpleza de Distrito 9, de Neill Blomkamp—, que al espectador advenedizo puede resultarle vacía de significado, por simple vacía.
Nada simple hay en Monsters, ya que no diferenciar simpleza de sencillez demuestra incapacidad sólo en los ojos que miran. Ojos que miran, porque difícilmente observan, cuando no comprenden que lo sencillo es aquello que oculta su valor en no necesitar explicitar en cada paso aquello que nos desea decir.
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