En algún momento pasado, Gaston Bachelard se percató de una peculiaridad del espacio: el espacio interior siempre resulta demasiado angosto mientras el exterior siempre resulta desmedido. O lo que es lo mismo, nos aburrimos de lo conocido pero damos por hecho lo incomprensible y peligroso de lo por conocer. Es lógico. Lo es no tanto porque nuestro espacio interior sea angosto, sino por lo contrario: el interior es siempre una casa más grande que su exterior, porque el único hombre que es más plano en su mente que lo que puede mostrar sus ojos está ya muerto. Literal, o simbólicamente. Nuestro espacio interior siempre es el exterior para el otro, por eso lo que nunca pudo vislumbrar Bachelard —o sí, sólo dándolo por entendido— es que si afuera siempre es desmedido, vivimos siempre afuera. Cuando cerramos las puertas de nuestra ciudadelas interior, es cuando comienza el asedio.
Ese asedio bien podría denominarse La casa de hojas, por lo que tiene de exploración espacial la obra de Mark Danielewski. Como una fuerza inestable de pura oscuridad, destripa ese estado donde cualquier injerencia de lo desmedido no puede nacer nunca del exterior; el mal nace del interior, el mal es el espacio interior: como en cualquier asedio, lo terrorífico de La casa de hojas no nace de la amenaza exterior —en el caso del libro, el hype o el formato con el cual se nos presenta— sino de las tensiones internas que surgen a raíz del mismo —en el caso del libro, el contenido estrictamente literario — .
Definir La casa de hojas como una novela de terror sería un error. Quizás —sólo quizás: a veces para llegar a lo correcto debemos que viviseccionar el error— lo sería incluso como novela. Nuestra aproximación más correcta hacia ella sería entendiéndola como artefacto, no necesariamente literario, cuya identidad podría definirse como juguete para lectores; del mismo modo que parece un ensayo o contiene poemas, no por ello ni ensayo ni poemario, su aspecto de novela se derrumba cuando se piensa la experiencia desarrollada en su interior; lógica por la cual se derruiría incluso la idea misma de que sea libro.
Su estructura formal se sostiene bajo división irregular, en la cual la mayor parte de las ocasiones parece elección forzada o puramente estética —no en lo literario, hecho admisible y deseable, sino en el diseño: tiene interés como juego, pero no porque aporte nada sustancial a la lectura— en contraposición con las ocasiones que tiene un sentido dentro de la propia narración. Es en estos segundos casos cuando araña, aunque no alcance, la absoluta genialidad —siendo los que mejor funcionan en diseño aquellos más pueriles: cambiar la orientación de lectura, haciendo que el texto quede bocabajo o invertido en una esquina cuando Will Navidson está perdido en el interior de la casa, refuerza en el lector la sensación que experimenta el personaje: una confusión profunda fruto no tanto de la escasa familiaridad de lo acontecido, sino de lo contrario: la ruptura con lo familiar; como veremos, tema central de lo literario de La casa—. A su vez, aunque hereda la querencia por las citas de David Foster Wallace, rara vez demuestra su genio: utiliza citas como fuente de información, como chiste incluso, pero su pretensión de pseudo-ensayo no deja de ser otro juego más del cual hace gala el conjunto: averiguar cuales citas son verdaderas incluso pareciendo chistes, o cuales son falsas a pesar de su factible interés, es parte de la experiencia del mismo. Experiencia que bordea lo literario. El problema es que darle verosimilidad como juego o como ensayo no significa que le haga ningún bien como narración, provocando así que algunos aspectos sean meramente irritantes.
Lo irónico, o triste, es que a menudo su cariz experimental juega contra lo narrativo. No ocurre en pocas ocasiones que cuando nos interesa saber que ocurre con Johnny Truant —a través del cual se nos da el segundo nivel de lectura de la novela en forma de narración auto-biográfica a través de citas, configurándose como el experimento más constante e interesante de La casa—, salta de inmediato hacia los Navidson; del mismo modo, en el ejemplo más dramático, nos abandonan con el primero cuando los segundos están apunto de desembocar en la catarsis final de la novela: con ello la acción se interrumpe, deja de fluir y no podemos sino afirmar un «que te jodan Truant, pero bien jodido». Del mismo modo, el ensayo de Zampanò —que siendo la narración en primer nivel nos llega ya interpretada de segunda mano— destripa en exceso los acontecimientos. Si bien es parte esencial del artefacto, la piedra base del juego, es a partir de él que se sacrifica gran parte de lo narrativo: en sus peores momentos, se destripa todo posible subtexto impidiendo cualquier lectura que no sea la del propio autor —partiendo del hecho de que todo subtexto puede ser re-interpretado y, por extensión, no agota esa lectura el conjunto — ; en sus mejores momentos, el ensayo es el subtexto. Sólo éste segundo caso nos interesa.
¿Agota la novela su propia auto-interpretación? No, porque Danielewski demuestra más inteligencia de lo que el exterior nos pretende demostrar: si existe un gran tema dentro de la novela, ese es la familia. La casa, una proyección del espacio interior en el exterior, no deja de ser el macguffin a través del cual hablar de los auténticos problemas sublimados de los personajes: los Navidson, que buscan ser una familia al mudarse a una nueva casa que los atenaza y destruye desde el interior; Johnny Truant, que ha tenido muchas familias para ninguna ha anidado en su interior —creando un interesante paralelismo entre ambos textos más allá de la casa: los hijos de los Navidson son, en potencia, los Truant del futuro — ; y Zampanò, que nunca ha conocido familia alguna.
House of Leaves, libro que se pretende juego —que más allá de lo curioso, fue parido roto — , resulta ser broma finita que pretende ser libro: todo el juego, el diseño, los secretos, se encaminan exclusivamente hacia el espacio interior-interior: la casa no es más que un chiste, una anécdota con la cual penetrar en la auténtica cuestión que oculta en su interior. «— Se abre el telón y sale una casa que es más grande por dentro que por fuera, ¿cómo se llama la película? — Sólo en casa». En tanto no hay casa, en tanto constructo que proyecta el espacio interior, el único protagonista de la novela es Johnny Truant. Los demás ni siquiera existen. Ni siquiera tienen por qué existir. Por eso su presencia resulta anejada: nexo de unión entre historias, única conexión con lo real —por extensión, también el único que se nos puede mostrar desconectado del mismo— y unívoca figura mundana. ¿Qué interés tiene su vida en el conjunto? A priori, ninguna; ante lectura atenta, todo: no deja de ser una proyección de las consecuencias de la casa de Ash Tree Lane: un niño que ha tenido que crecer sin figuras paternas; Truant es la rara avis que nace de la obliteración de la regularidad entre espacios, de la distancia entre el espacio exterior —el hogar, la familia que todos tenemos de facto— y el espacio interior —la casa, la familia que hemos perdido o que nunca hemos reconocido como tal — .
La casa de hojas funciona cuando renuncia al diseño exterior para fijarse en el diseño interior; cuando renuncia al aspaviento efectista en favor de la práctica literaria. Su función se circunscribe en el espacio interior. Quizás la casa sea Yggdrasil, árbol que sostiene el universo hundiendo raíces en la tierra para hacerlo en el cielo, pero no deja de ser la experiencia infinita del mundo, la experiencia interior sólo dada en el individuo, la experiencia incómoda de existir en un mundo que seguiría existiendo sin nosotros.
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