En algún momento pasado, Gaston Bachelard se percató de una peculiaridad del espacio: el espacio interior siempre resulta demasiado angosto mientras el exterior siempre resulta desmedido. O lo que es lo mismo, nos aburrimos de lo conocido pero damos por hecho lo incomprensible y peligroso de lo por conocer. Es lógico. Lo es no tanto porque nuestro espacio interior sea angosto, sino por lo contrario: el interior es siempre una casa más grande que su exterior, porque el único hombre que es más plano en su mente que lo que puede mostrar sus ojos está ya muerto. Literal, o simbólicamente. Nuestro espacio interior siempre es el exterior para el otro, por eso lo que nunca pudo vislumbrar Bachelard —o sí, sólo dándolo por entendido— es que si afuera siempre es desmedido, vivimos siempre afuera. Cuando cerramos las puertas de nuestra ciudadelas interior, es cuando comienza el asedio.
Ese asedio bien podría denominarse La casa de hojas, por lo que tiene de exploración espacial la obra de Mark Danielewski. Como una fuerza inestable de pura oscuridad, destripa ese estado donde cualquier injerencia de lo desmedido no puede nacer nunca del exterior; el mal nace del interior, el mal es el espacio interior: como en cualquier asedio, lo terrorífico de La casa de hojas no nace de la amenaza exterior —en el caso del libro, el hype o el formato con el cual se nos presenta— sino de las tensiones internas que surgen a raíz del mismo —en el caso del libro, el contenido estrictamente literario — .