La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor
que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después
no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota,
lleno de ruido y de furia, que no significa nada
William Shakespeare
Nada en el mundo es necesario, todo es contingente: estamos aquí por una serie de golpes de suerte que, aun cuando resultan absolutamente improbables una vez racionalizados, nos obligan a aceptar que somos un hito pero no un premio: aceptar la vida es aceptar que es una contingencia, que las cartas nos son dadas a ciegas y la responsabilidad de jugarlas lo mejor posible es nuestra. Aunque esto podría hacer pensar que hay un cierto deje deprimente dentro de la propia existencia, pues nadie quiere ser fruto de la simple casualidad —uno quiere pensarse como venido mundo por acto de amor de unos padres que quieren amar algo que es indisoluble de ambos en un nivel esencial, genético, ¿pero qué importa si ha sido fruto de un accidente si la intención del acto en sí no afecta? Y si no existen padres, no hay intención: sólo podemos ser milagros—, en realidad debe ser el fruto de una cierta esperanza radical: podríamos no ser, pero de hecho somos; podríamos no haber existido nunca, pero de hecho existimos. Ser contingente no hace de menos nada, pues de hecho es más valioso lo que podría no haber sido que lo que necesariamente así deba ser.
Sabiendo que todo cambia y nada permanece, William Faulkner elige narrarnos la caída no sólo de una familia disfuncional y rota incluso antes de nacer, sino todo el sistema de valores y creencias del sur de Estados Unidos personificado en sus últimos próceres: los Compson. Esta familia arrojada en medio de los principios del honor familiar, la posesión de tierras y el esclavismo como una de las cualidades esenciales de todo caballero, se encuentra a lo largo de los cuatro días narrados en su ocaso absoluto ante la incapacidad de prefijar un destino a través del cual saberse sobreviviendo; ante el colapso de los valores en los cuales han sido educados, su única salida es morir de forma miserable con ellos entre los insidiosos cuchicheos de aquellos hombres demasiado preocupados por acercar posturas ciegamente hacia las nuevas reglas del capital, esa fosa séptica vendida a los indigentes mentales como piscina.
Un mundo en lento colapso, un edificio nuevo derrumbándose, una enfermedad muriendo por su propia duplicación: nada permanece siempre igual, porque el cambio es el principio de todas las cosas. La vida no significa nada, porque no hay principio esencial de la existencia. Los valores caballerescos de los Compson, su bello linaje, no significa nada porque en nada significa a lo real. Ellos han sido grandes en otro tiempo, pero esto no deja de ser más el fruto de la casualidad de haber nacido en el lugar y el momento oportunos; cuando les ha tocado vivir, jugar sus cartas, hacer que la vida les trate bien aunque les tocaran malas cartas, se han hundido como un pastel olvidado en el horno.
La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, porque la mayoría de la gente, e incluso los Compson, deciden sólo poner las cartas sobre la mesa sin jugarlas pretendiendo así ganar sólo por lo que les ha sido dado de entrada.
Como no se puede contar la vida desde una vida, ésta es una historia para cuatro protagonistas, un apocalipsis para cuatro individuos que no siempre son conscientes del fin del mundo que están viviendo. El idiota Benjamin Compson, el hijo amantísimo que nació más allá del límite, el cual confunde tiempo y espacio hasta hacer del mundo un todo ininteligible donde lo representado no refiere a la representación más allá de las ligeras intuiciones racionales que posee; el deprimido Quentin Compson, el hijo privilegiado que nació moralmente tarado, el cual en su memoria confunde los acontecimientos provocando que sea incapaz de ordenar las cosas de forma natural, hasta el punto que todo lo que nos narra siempre pasa por el tamiz de la tosquedad, la fealdad, la oscuridad interior que él mismo sostiene; el noble Jason Compson, pútrido sureño viejo para el cual el camino recto y las costumbres están por delante de la pasión y el devenir que están llevando al mundo y su familia hacia el abismo más profundo del olvido; la amantísima Dilsey, negra criada en paz con lo inexistente, la única capaz de ajustarse a los cambios del mundo en tanto se aferra a una creencia flexible que le permite cambiar su punto de vista según le venga dado el juego.
Este terrible juego, conmutado en contenido y forma en un continuo común que lleva directo hacia los neblinosos infiernos de la memoria y la tradición, no es más que la caída última de ese sur orgulloso que se mostró inflexible a los avatares presentes de un mundo que decidió continuar su camino sin ellos. O al menos hacerlo sólo menos abiertamente. Los negros van de fiesta, los judíos controlan la bolsa, los blancos trabajan sólo lo justo. Pronto llegarán los japoneses, una raza más sobre la cual crear esa supuestamente sutil segregación que sólo se produce contra aquellos que son lo suficientemente diferentes a nosotros como para que no resulte incómodo racionalizar que su presencia nos resulta incómoda. Es ahí donde siguió vivo después el espíritu del auténtico sur, de los Compson: en los campos de concentración para japoneses, en los autobuses segregados por raza, en la prohibición de los judíos de entrar en los elitistas de club de campo. Esa es la historia de los Compson que cambia, que se transforma, incluso que muere con su apellido, pero no se olvida en los hechos inscritos en el devenir del mundo.
Nada desaparece si una vez fue en el mundo, si existió y no se convirtió en un animal más que en un hombre. Si la vida está narrada por un idiota es porque no le preocupa el tiempo y el espacio, porque estos están profundamente disociados en su unión; lo único que nos queda de la vida como historia es una amalgama inconexa, extraña y furiosa, llena de un insoportable ruido del cual extraer un sentido que genere una linea crítica que explique todo. Cuatro voces, cuatro tiempos, cuatro espacios, cuatro métodos: su conexión es firme sólo una vez puesta en común, en cuanto establecida como historia crítica de la vida; he ahí el ruido y la furia, he ahí el auténtico sentido de la vida: aquello creado por el hombre.
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