El problema radical de nuestro presente sería delimitar de un modo efectivo que es el ser humano. Por supuesto que antes de nuestro presente ya era un problema acuciante, pues la consideración de ser humano siempre se ha delimitado al respecto de una serie de intereses particulares que han ido variando con el tiempo —pues un negro en el esclavista XVIII no era considerado humano, como tampoco lo era un burakumin en el Japón del XVII; eran propiedades, si es que no directamente animales — , pero lo es más hoy en tanto damos por hecho la humanidad de los individuos: en tanto delimitamos con exactitud que es un ser humano, cual es la normalidad de lo humano, olvidamos en el proceso que esa clasificación arrastra fuera a infinidad de individuos. La pretensión de dotar a los individuos de derechos humanos como método para asegurar que no se cometan los atropellos propios del siglo XX, donde la gente es reducida al escalafón inferior aun del ser animal —porque a un animal no se le gasearía por el mero hecho de serlo — , sólo ha propiciado que los crímenes menores hacia esa idea se multipliquen; quizás ya no se lapiden a las mujeres ni a los homosexuales por una condición que les viene dada de antemano, siempre que hablemos de Occidente, pero siguen sometidos a la idea subrepticia de ser humanos de segunda.
Como la condición de humano permite establecer una determinada categorización de lo humano, las bien intencionadas posiciones que pretenden reducir los derechos a lo humano (como constructo cultural) acaban en un fracaso evidente. Por supuesto que todos somos humanos, pero quizás unos más que otros — he ahí el olvido del ser. El principal problema que nos enfrentamos con la idea del ser humano es que nos olvidamos del «ser» para quedarnos con el «humano»: los derechos deben tener una base material, biológica, cientifizable, para poder ser partícipe de ellos.