Aprehender el sentido de un mundo que no es el propio, de un mundo externo, siempre nos resulta complejo en tanto supone tener que reconocer una nueva serie de códigos interpretativos que difieren con los de nuestro propio mundo. Incluso en el caso más laxo, en el cual el mundo es relativamente similar al nuestro —el mundo occidental en los años 80’s o el mundo de las novelas de Thomas Pynchon, por ejemplo — , debemos aceptar que existen una serie de elementos que se nos mostrarán dispares con respecto de nuestro propio presente; lo que hoy puede ser parte constitutiva de una vida normal, como un teléfono móvil, puede ser una rara avis absoluta si estuviéramos en los 80’s. Cada mundo constituye su propia racionalidad de modo independiente del resto.
El mundo que constituye en sus obras David O’Reilly no podrían explicarse, ni debería hacerse, a partir de la comparación con el mundo mal llamado real; no hay nada de real en su mundo, precisamente porque se da a sí mismo la legitimidad de su coherencia. Todo cuanto nos presenta es sólo lógico en respuesta de su propia coherencia interna. Es por eso que si bien a priori puede desconcertar ver flagrantes casos de malos tratos en una clase de piano ejecutados con una sardina o desde el más allá, no cuesta aceptar que es la lógica subyacente a un mundo en el que un pikachu con careta de Mickey Mouse se pasea por la calle donde un encendedor provoca que estalle la persona más cercana al que pretende prenderlo; es fácil aceptar su juego desde el mismo instante que aceptamos que eso es coherente con la clase de mundo en el cual hemos sido arrojados. Por eso nos resulta natural que los personajes de cartoon acaben en un asilo donde las consecuencias de su slapstick se torne mortal, o que los personajes kawaii propios de una serie infantil se den a la perversión sin concesiones: lo ilógico sería considerar extraño que ocurra así.