Etiqueta: Stephen King

  • Autopsia del Santo Mediocre. Aproximaciones críticas sobre «La Niebla» de Stephen King

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    Existe cier­ta idea de que cual­quie­ra pue­de lle­gar a te­ner au­tén­ti­co ge­nio ar­tís­ti­co cuan­do és­te tie­ne que ver tan­to con ca­rac­te­res in­na­tos co­mo con el tra­ba­jo y la for­tu­na; in­clu­so des­pués de dé­ca­das de ofi­cio, uno pue­de es­tar in­ca­pa­ci­ta­do pa­ra ir más allá de las for­mas co­rrec­tas de su ar­te. Si uno ca­re­ce del ta­len­to y la for­tu­na ne­ce­sa­ria pa­ra en­con­trar su lu­gar, ha­cien­do in­clu­so de su de­fec­to vir­tud —¿cuan­to hay de ta­len­to y de adap­ta­ción a la hi­per­mer­tro­pía en James Joyce?¿Y de ta­len­to y de adap­ta­ción a la fal­ta de va­rios de­dos en su mano de­re­cha en Tommy Iommi, el gui­ta­rris­ta de Black Sabbath? Su ta­len­to es in­du­da­ble, pe­ro su ca­pa­ci­dad pa­ra adap­tar­se a una si­tua­ción sin­gu­lar pu­do ser ra­zón pa­ra ex­plo­tar­lo — , aca­ba­rá su­mer­gi­do en una per­pe­tua me­dio­cri­dad que, no por me­dio­cri­dad, es me­nos cos­to­sa. Hacen fal­ta mu­chos años de en­tre­na­mien­to pa­ra ser «co­rrec­to» en cual­quier ar­te. Incluso la me­dio­cri­dad re­quie­re un cier­to gra­do de compromiso.

    En La Niebla nos en­con­tra­mos con una pre­mi­sa tan sim­ple co­mo efec­ti­va: des­pués de una bas­ta tor­men­ta, la nie­bla cae so­bre un pue­blo de Maine ais­lan­do a las per­so­nas allá don­de se en­cuen­tre; fue­ra, en la nie­bla, una se­rie de mons­truos a ca­da cual más for­mi­da­ble ma­sa­cran sin mi­se­ri­cor­dia a cual­quier des­cui­da­do im­bé­cil que de­ci­da sa­lir de la pro­tec­ción del ho­gar. O de aquel lu­gar don­de ha­ya que­da­do en­ce­rra­do. Por eso la his­to­ria va tor­nán­do­se ha­cia el la­do de la su­per­vi­ven­cia, con la sos­pe­cha cons­tan­te de que el enemi­go del ex­te­rior no tie­ne por qué ser peor que las ren­ci­llas que na­cen en el in­te­rior; co­mo El Señor de las Moscas en ver­sión so­bre­na­tu­ral, la bús­que­da na­rra­ti­va aquí pre­sen­ta­da per­ma­ne­ce siem­pre en una cons­tan­te co­mún: bus­car la ten­sión a tra­vés de la ero­sión de las re­la­cio­nes hu­ma­nas an­te el en­cuen­tro con lo im­po­si­ble, no a tra­vés del en­cuen­tro con lo im­po­si­ble en sí. Son mons­truos y po­dría ser la nie­bla; po­dría ser la nie­bla y po­dría ser só­lo la in­cóg­ni­ta de si hay al­go más allá de la nie­bla: lo so­bre­na­tu­ral aquí es só­lo una ex­cu­sa pa­ra jus­ti­fi­car un cier­to ca­rác­ter mis­té­ri­co so­bre el cual afe­rrar­se (fal­sa­men­te) en una na­rra­ti­va endeble.

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  • la mujer de rojo

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    El fu­tu­ro de las le­tras tie­ne nom­bre fe­me­nino y es Yume de Sen Jin, que me ce­de es­te pe­que­ño pe­ro ge­nial re­la­to pa­ra dis­fru­te de to­dos los lec­to­res del blog. A su vez, Mikelodigas se des­mar­ca ha­cien­do una ilus­tra­ción per­fec­ta pa­ra en­mar­car es­te re­la­to. Podrán en­con­trar el tra­ba­jo de Yume en Divagaciones de una «fi­ló­lo­ga» zom­bie y el de Mikel en Buscando mi Lugar

    La mu­jer de ro­jo me vi­si­ta des­de ha­ce unos me­ses. Siempre lle­ga el mis­mo día, si­len­cio­sa. Mamá me avi­só tiem­po atrás de su lle­ga­da, pe­ro yo man­te­nía la es­pe­ran­za de que nun­ca apa­re­cie­se. Mis pri­mas me ha­bían con­ta­do co­sas ho­rri­bles so­bre ella. Cuando le di­je a ma­má que no que­ría re­ci­bir­la me dio una bo­fe­ta­da y ase­gu­ró que de­bía com­por­tar­me co­mo una mu­jer, por­que es lo que su­ce­de: cuan­do ella te vi­si­ta, en­ton­ces eres una mujer.

    Recuerdo su lle­ga­da. Era in­vierno, com­ple­ta­men­te de no­che. La no­té. Sentí un es­ca­lo­frío y me die­ron re­tor­ti­jo­nes en la tri­pa. Recé pa­ra que se fue­ra pe­ro no sir­vió. Ella lle­gó y tal co­mo lo hi­zo vol­vió a mar­char­se días des­pués, mu­da co­mo una estatua.

    A par­tir de esa no­che con­ti­nua­ron sus vi­si­tas, tan ho­rri­bles, tan do­lo­ro­sas. La mu­jer de ro­jo me pro­vo­ca mu­cho do­lor. A ve­ces creo in­clu­so que no po­dré so­por­tar­lo y mo­ri­ré. Daría lo que fue­se pa­ra que vi­si­ta­ra a mi her­mano, en lu­gar de a mí. Ésta es una con­de­na que só­lo su­fri­mos las mu­je­res de la fa­mi­lia. Mamá di­ce que te­ne­mos que man­te­ner la tra­di­ción, y que ne­gán­do­me a ello, lo úni­co que ha­go es deshonrarla.

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