Como lluvia precipitándose calma sobre el capó de un coche dejado a la intemperie, los suaves golpes de la batería caen en rítmico parecer en presencia de la noche: apenas sí chispea, no calaría nada más allá de algunos versos, y sin embargo es una lluvia tenaz. Como un momento robado a la verdad en el cual la fantasmagoría del ayer se ha convertido en el ambulante proceso de una perdida. Stolen Dog — perro robado; la desesperación cae como un ligero chaparrón sobre nuestra conciencia: coches vagabundeando en su serpentear las salpicaduras de agua que un niño abatido debe sufrir mientras chilla desde un estado más allá de la muerte. El sepulcral silencio de la ciudad dormitando, el eco fantasmagórico del vacío al encuentro con la nada.
Cuando los pasos redoblan en conjunción con la lluvia, volviéndose indistinguible mundo y naturaleza en el estado presente del ser, sólo pueden oírse los sirénicos cantos de una infancia fugada: todo se ha ido, lejos. La marcha emprendida entre los beatíficos gritos de la desesperanza se van diluyendo en repeticiones constantes bajo el intenso groove de un corazón de imitación; en ocasiones repite el otro lo funesto de una búsqueda en la cual ya erramos incluso en emprender. Sólo queda ausencia —se dice quien debe verse narrado en el momento. La ciudad duerme pulsante bajo los pies que rasgan constante su astrosa piel nacida de la laboriosa fricción emprendida por infinitos cuerpos: mórbidos y pulidos, lascivos y contenidos, derruidos y construidos. Sus protuberantes osamentas nacidas en calles respiran con los ojos cerrados ignorantes de la desgracia que transcurre ante sus bocas, deseando no verse involucradas en lo que ocurre; sólo los gritos les molestan, pues la fantasmagoría que es la desgracia del otro impide la ignorancia de la propia existencia.