Como lluvia precipitándose calma sobre el capó de un coche dejado a la intemperie, los suaves golpes de la batería caen en rítmico parecer en presencia de la noche: apenas sí chispea, no calaría nada más allá de algunos versos, y sin embargo es una lluvia tenaz. Como un momento robado a la verdad en el cual la fantasmagoría del ayer se ha convertido en el ambulante proceso de una perdida. Stolen Dog — perro robado; la desesperación cae como un ligero chaparrón sobre nuestra conciencia: coches vagabundeando en su serpentear las salpicaduras de agua que un niño abatido debe sufrir mientras chilla desde un estado más allá de la muerte. El sepulcral silencio de la ciudad dormitando, el eco fantasmagórico del vacío al encuentro con la nada.
Cuando los pasos redoblan en conjunción con la lluvia, volviéndose indistinguible mundo y naturaleza en el estado presente del ser, sólo pueden oírse los sirénicos cantos de una infancia fugada: todo se ha ido, lejos. La marcha emprendida entre los beatíficos gritos de la desesperanza se van diluyendo en repeticiones constantes bajo el intenso groove de un corazón de imitación; en ocasiones repite el otro lo funesto de una búsqueda en la cual ya erramos incluso en emprender. Sólo queda ausencia —se dice quien debe verse narrado en el momento. La ciudad duerme pulsante bajo los pies que rasgan constante su astrosa piel nacida de la laboriosa fricción emprendida por infinitos cuerpos: mórbidos y pulidos, lascivos y contenidos, derruidos y construidos. Sus protuberantes osamentas nacidas en calles respiran con los ojos cerrados ignorantes de la desgracia que transcurre ante sus bocas, deseando no verse involucradas en lo que ocurre; sólo los gritos les molestan, pues la fantasmagoría que es la desgracia del otro impide la ignorancia de la propia existencia.
Lluvia palpitando como transparente eyaculación de un dios impotente: la ciudad se convulsa para convertirse en el espectro del sufrimiento de los sentimientos robados. Incluso cuando sólo queda tras nosotros la fina lluvia del olvido, el melancólico estado natural de la ciudad contemporánea, el mundo sigue vehiculando sus ruedas a través de los grasos cuerpos que le dan forman cada día.
Los más bajos instintos, incluso lo más bajo, queda aquí extinto en su propia condición de necesidad. Presuponemos lo bajo, no así lo alto, porque es así como nos han enseñado que debería ser: el dubstep, como los sentimientos que se buscan y arrogan en la noche, se basan en lo bajo: lo profundo, lo penetrante, lo que es voluble sólo modificando una fluctuante longitud de onda. Sobre el bajo podemos sentir esa lluvia eterna que amartilla con la fuerza imprevista de la verdad, mientras acompaña el breve sollozo de aquel que ha perdido aquello que era inspiración y flujo de aquello bajo. Aquellos que sólo se apagará cuando se de por vencido, cuando esté muerto. Bua-bua. Ouróboros mira desde lo más profundo de la tierra vislumbrando lo ctónico del fenómeno: es profundamente grave, bajo hasta hundir las tierras sobre el fango primordial de la nada.
Ya sólo quedan los reproches constantes, los recuerdos perpetuos de que ahí hay algo que ha sido robado. Y sin embargo, hay algo de ternura en ello. Como si en toda desgracia tuviera que haber algún momento de dulzura, que no necesariamente un momento de verdad, para así poder entenderlo; en esa perdida se descubre no tanto aquello que se ha perdido, como aquello que queda en nosotros mismos. La dulzura imposible del ahora más profundo conocimiento de sí. Es la ternura que atraviesa el saberse capaz de todo por recuperar aquello que se ha ido lejos, incluso llegando hasta el llanto o la imposibilidad de dejar la lluviosa calle que ha acabado por limpiar la culpa de nuestro sufrir.
¿Cómo? Nadie podría saberlo. Sólo se podría vislumbrar que entre el drama vivido nada queda tras de sí salvo el dulce momento de descubrirse en un amor profundo y sincero, un amor que vibra y fluctúa como la longitud de honda de un bajo en las manos de un dj experimentado; incluso cuando se vislumbra el mundo en el extremo del sufrimiento, no es más que el reflejo de la felicidad posible en su otro extremo. La inconstancia es mi esencia, dice la rueda.
Okey-dokey…
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