Si hablamos de terror es importante diferenciar entre lo terrorífico y lo grotesco. Mientras que el terror se define como la sensación que nos invade al confrontar lo incognoscible, todo aquello que no cabe en nuestro marco de pensamiento —que puede ir desde lo eterno, como la muerte o la enfermedad, hasta lo cotidiano, como los insectos o los comportamientos que se salen de la norma — , lo grotesco es la valoración estética que hacemos de aquello que se muestra como una deformación o parodia de aquello que conocemos. No sólo son dos categorías distintas, sino que además tienen un claro componente antagónico: donde uno se origina en lo que no se comprende, lo otro caracteriza aquello cuya forma original ha sido distorsionada más allá de nuestro entendimiento. Tienen raíces comunes, pero no se cruzan.
Dadas esas circunstancias, no debería extrañarnos que, en el grueso de las películas de terror, las vísceras o los sustos no sean nada más que el peaje necesario para forzar la (falsa) sensación de inquietud que se nos vende como bandera del género. Algo que no ocurre con el movimiento que mejor ha sabido fusionar el terror con lo grotesco, la nueva carne. Y si hablamos de nueva carne, entonces debemos hablar de su padre putativo: David Cronenberg.