La prudencia es como conducir con la muerte por copiloto: si bien hace menos probable dejarse la vida en el trayecto, a cambio lo hace tan aburrido que lo mimetiza con la muerte que se busca evitar. El arte, en tanto acto suicida, no conoce de prudencia; el artista que se vuelve prudente, que no arriesga ni prueba requiebros, se estrella contra la iniquidad de su descontento: ni conseguirá transmitir aquello que anida dentro de sí, que necesita de un código estético formulado a partir de su composición; ni conseguirá crear arte, pues como mucho hará una preciosa artesanía que en nada se distinguirá de la de quienes utilizan sus mismos trucos y giros ya de sobra conocidos. Un artista que no se arropa con el manto de la valentía, rayano el abismo de la locura, sólo ha de parir niños muertos. Aquel que busca el camino de lo auténtico, arriesgando su propia vida en cada acto, es el que logra obtener la visión única del mundo que a través de sí pretende cristalizar en su obra; aquello que nace de fórmulas preestablecidas, de éxitos seguros del presente o del pasado, sólo sirve para fracasar en el futuro, al menos en tanto toda obra es canto de futuro.
Esperar que la última película de Hayao Miyazaki —que no su obra de jubilación, pues según declaro su cese fílmico comenzó a dibujar un manga— fuera una obra maestra, por lo demás menor, que sintetizara todos los vicios de un hipotético Sello Ghibli con el que dar cierre a un legado, aunque fuera lo que se esperara desde la cinefilia de un vanguardista que llevó el arte a los hogares, suponía no haber querido entender la carrera del japonés. O de la película, de reafirmarse en la necesidad de ello después de verla. El viento se levanta se nos presenta como una historia de sueños, de onirismo lúcido con tintes realistas que pueden recordarnos a sus anteriores películas, pero que renuncia a ser un casi-amable retrato de la infancia y la naturaleza desde una óptica mitológica de orden japonés; el giro de timón, brusco, supone un cambio de orientación, suficiente, que nos hace encarar la idea de un nuevo Miyazaki: biógrafo, de intereses históricos, renunciando al puñetazo sobre la mesa en lo político en favor de una concepción de la vida como arte, y con un uso extensivo de cierto sentimiento literario que acaba sedimentando en todos los artistas, de uno u otro modo, cuando necesitan arrogarse en algo no mejor ni más perfecto, sino más puro.