Lovecraft vive en el eterno pulso de aquel que está contra la vida tal como es concebida en su época; va contra el mundo en la medida en que éste se mimetiza con su tiempo. Por eso su tecnofobia ‑aunque podría extrapolarse a toda una parcial e hipotética cienciafobia- no tiene nada de particular, en realidad es algo muy común entre los congéneres más sensibles de su tiempo los cuales fueron capaces de otear las posibilidades, no siempre benignas, que supondría un avance tecnológico sin frenos sobre el mundo. Si Walter Benjamin nos instaba a estirar la mano para echar el freno del tren desbocado, acelerado en búsqueda de sus límites, in extremis no haría otra cosa Lovecraft durante toda su obra; donde Benjamin practica una mirada siempre constituida desde el accidentado avance hacia el fascismo, Lovecraft mira hacia el cosmos para representar esa aniquilación apocalíptica. Es precisamente un aviso de éste apocalipsis por venir su novela En las montañas de la locura, la advertencia para el mundo de que la curiosidad, el intentar hacer una cartografía de las leyes del universo, les condenarán a su desaparición.
En un viaje a la Antártida un grupo de investigadores de la universidad de Miskatonic para realizar una investigación profunda de los misterios, particularmente geológicos pero también biológicos, que esconde el continente helado. Pero la desgracia de Fortuna caerá sobre ellos cuando, después de dividirse en dos, uno de los grupos encuentre una gruta donde se encuentran decenas de especímenes muertos de una antigua raza de seres que según el Necronomicón son Los Antiguos. Después de una tormenta de nieve se hará el silencio, lo que hará que el otro grupo vaya en su búsqueda para encontrarlos muertos y comenzar la investigación de lo que hay más allá de las montañas de la locura.