Lovecraft vive en el eterno pulso de aquel que está contra la vida tal como es concebida en su época; va contra el mundo en la medida en que éste se mimetiza con su tiempo. Por eso su tecnofobia ‑aunque podría extrapolarse a toda una parcial e hipotética cienciafobia- no tiene nada de particular, en realidad es algo muy común entre los congéneres más sensibles de su tiempo los cuales fueron capaces de otear las posibilidades, no siempre benignas, que supondría un avance tecnológico sin frenos sobre el mundo. Si Walter Benjamin nos instaba a estirar la mano para echar el freno del tren desbocado, acelerado en búsqueda de sus límites, in extremis no haría otra cosa Lovecraft durante toda su obra; donde Benjamin practica una mirada siempre constituida desde el accidentado avance hacia el fascismo, Lovecraft mira hacia el cosmos para representar esa aniquilación apocalíptica. Es precisamente un aviso de éste apocalipsis por venir su novela En las montañas de la locura, la advertencia para el mundo de que la curiosidad, el intentar hacer una cartografía de las leyes del universo, les condenarán a su desaparición.
En un viaje a la Antártida un grupo de investigadores de la universidad de Miskatonic para realizar una investigación profunda de los misterios, particularmente geológicos pero también biológicos, que esconde el continente helado. Pero la desgracia de Fortuna caerá sobre ellos cuando, después de dividirse en dos, uno de los grupos encuentre una gruta donde se encuentran decenas de especímenes muertos de una antigua raza de seres que según el Necronomicón son Los Antiguos. Después de una tormenta de nieve se hará el silencio, lo que hará que el otro grupo vaya en su búsqueda para encontrarlos muertos y comenzar la investigación de lo que hay más allá de las montañas de la locura.
Más allá de las montañas encontrarán un mundo que recuerda a los metafísicos cuadros de Nikolái Roerich: solemnes vacíos de nada a travesados por geométricas estructuras nevadas. Una ciudad más antigua que ninguna raza sobre la tierra se erige como una realidad ‑y un terror- más allá de la frágil comprensión humana. Y es aquí donde Lovecraft se recrea en la invención de usos y costumbres, de un arte que evoluciona a través de los ojos de sus dos protagonistas en cuestión de horas, minutos incluso, donde su desarrollo llevo millones de años; sitúa a sus personajes como arqueólogos de lo desconocido capaces de descifrar la verdad de una cultura perdida. Pero lo que no se puede pensar ‑todo aquello que vaya más allá de lo puramente humano- no se puede hablar, por ello uno de los protagonistas enmudece y el otro sólo es capaz de narrarnos los fragmentos de aquello que si alcanzó a comprender: la historia de Los Antiguos que son un reflejo de la perdición de la curiosidad y la tecnología humana.
Por eso al final el único que fue capaz de mirar al abismo e intuir su mirada nos advierte de los peligros del avance, de seguir hacia adelante siempre sin tener cuenta las consecuencias. Lovecraft, como Benjamin, nos exige buscar el freno de mano para parar esta locura que nos llevará a la perdición pero, mientras uno preconizaba la perdición del holocausto el otro intuía la perdición de los monstruos incontrolables de más allá de la naturaleza; de las entidades que el hombre puede despertar pero nunca comprender. Como nos demostró Hiroshima, como nos demostró Chernóbil. Hay más cosas en el cielo y en la tierra, que todas las que pueda soñar tu ciencia.
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