Etiqueta: Thomas Pynchon

  • No existe límite en el género bien estimulado (I)

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    Kiss Kiss, Bang Bang, de Shane Black

    Si exis­te un gé­ne­ro que ha ce­rra­do fi­las al­re­de­dor de su pro­pia es­truc­tu­ra, aun cuan­do eso no sig­ni­fi­que en ca­so al­guno que se le nie­gue to­da po­si­bi­li­dad de sub­ver­sión —sien­do el ca­so más bien al con­tra­rio: par­tien­do de ella es co­mún lle­gar has­ta nue­vos lu­ga­res — , ese es el de la no­ve­la ne­gra. Su ce­rrar no es tan­to un aca­bar, un no per­mi­tir sa­lir­se de unas cier­tas di­rec­tri­ces, co­mo de­ter­mi­nar unos cier­tos com­po­nen­tes bá­si­cos a tra­vés de los cua­les ar­mar un jue­go ma­yor: un cri­men que pue­de ser un mis­te­rio, un hé­roe am­bi­guo y una chi­ca de re­cur­sos; el res­to lo de­be po­ner (el es­ti­lo de) ca­da au­tor. Es por eso que par­tien­do de esa pre­mi­sa se pue­de tan­to tes­ti­mo­niar el im­po­lu­to pul­so na­rra­ti­vo de Raymond Chandler, acep­tar el jue­go de hi­los na­rra­ti­vos de Quentin Tarantino o la de­ri­va­ción tec­no­fí­li­ca de William Gibson. La fle­xi­bi­li­dad de su ce­rrar se da en su elas­ti­ci­dad: es­tá ce­rra­do só­lo pa­ra que su pe­ne­tra­ción sea más cómoda.

    En ese sen­ti­do co­no­cer las re­glas se ha­ce im­pres­cin­di­ble pa­ra ju­gar, por lo cual Shane Black arro­ja a sus per­so­na­jes en mi­tad del jue­go sa­bien­do to­das las re­glas: hay dos crí­me­nes, uno ho­rri­ble y otro co­mún, que re­sul­tan ser el mis­mo; el pro­ta­go­nis­ta es un hé­roe am­bi­guo; la chi­ca tie­ne re­cur­sos y es ca­paz de vol­ver lo­co al pro­ta­go­nis­ta. Pero tam­bién co­no­ce bien las re­glas de cual­quier pe­lí­cu­la, en su for­ma más clá­si­ca, cuan­do, Antón Chéjov me­dian­te, el na­rra­dor nos re­cuer­da una de­ri­va­ción del «no se de­be in­tro­du­cir un ri­fle car­ga­do en un es­ce­na­rio si no se tie­ne in­ten­ción de dis­pa­rar­lo». ¿Y qué hay del na­rra­dor? El tam­bién se sa­be las re­glas. Nada en las re­glas nos di­ce que el na­rra­dor no pue­da ser om­nis­cien­te, que el pro­pio pro­ta­go­nis­ta nos ha­ble de lo que es­tá ocu­rrien­do o que la his­to­ria es­té siem­pre atra­ve­sa­da por el stream of cons­cious­ness del mis­mo; ni si­quie­ra nos di­ce na­da que el na­rra­dor no pue­da ol­vi­dar­se de co­sas, men­tir­nos, bur­lar­se de lo ar­ti­fi­cial de su na­rra­ción: em­bo­rro­nar el con­cep­to de his­to­ria (co­mo story).

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  • Conspiración 101: parodias e imposibles

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    La su­bas­ta del lo­te 49, de Thomas Pynchon

    A los se­res hu­ma­nos nos fas­ci­na la cons­pi­ra­ción por­que es una de­mos­tra­ción de que in­clu­so en el com­ple­jo or­den en el que exis­ti­mos, uno que pa­re­ce te­ji­do de tal ma­ne­ra que es im­po­si­ble que el caos ab­so­lu­to del cos­mos se fil­tre an­te no­so­tros, es­tá so­me­ti­do a los usu­fruc­tos de un or­den aun ma­yor; si la cons­pi­ra­ción exis­te el caos y el azar ya no es cues­tión de la in­efi­ca­cia de los hom­bres pa­ra con­tro­lar­lo, sino fuer­zas que van más allá de nues­tro com­pren­sión que do­mi­nan el de­ve­nir de nues­tro des­tino. El hu­ma­nis­mo, la idea de que el ser hu­mano es­tá en el cen­tro de to­das las co­sas, no se­ría po­si­ble sin la creen­cia de una in­fi­ni­dad de cons­pi­ra­cio­nes que ar­ti­cu­lan el mun­do. Detrás de ca­da es­qui­na hay una cons­pi­ra­ción pa­ra el jo­ven hu­ma­nis­ta, un lo­co Trístero en ca­da es­qui­na, pa­ra el que ne­ce­si­ta creer que no hay ra­zón de exis­tir pa­ra aque­llo que no pro­vie­ne de la sa­bia mano de un hom­bre que ha de­ci­di­do con­fron­tar el des­tino de la ra­za en­tre las som­bras de su Historia. La cons­pi­ra­ción es nues­tro me­ca­nis­mo pa­ra no acep­tar que en nues­tro mun­do tie­ne más va­lor el sin­sen­ti­do que to­do cuan­to acon­tez­ca del sen­ti­do im­preg­na­do por el hombre.

    Sólo a par­tir de ahí se en­tien­de la tra­ge­dia de Edipa Maas, ar­que­tí­pi­ca mu­jer de los 60’s que se ve de re­pen­te sien­do al­ba­cea de los bie­nes de un ex-amante muer­to. Lo que ape­nas sí pa­re­cía que se­ría una ma­quia­vé­li­ca di­mes y di­re­tes de ba­jo im­pac­to en in­te­rés, ci­men­ta­do esen­cial­men­te en el chis­mo­rreo que su­po­ne el sa­ber pa­ra quien va quién, lo cual siem­pre pro­pi­cia una in­tere­san­te que­ren­cia del pro­pio fi­na­do an­te sus alle­ga­dos, aca­ba des­en­vol­vién­do­se en una cons­pi­ra­ción his­tó­ri­ca que va más allá del es­pa­cio y el tiem­po. Esta cons­pi­ra­ción se­ría una de ba­ja in­ten­si­dad, un lio de fal­das de sa­lón que ape­nas sí alar­ma­ría a na­die: Edipa Maas en­cuen­tra el pla­cer ba­jo los for­ni­dos bra­zos de un ex-actor de Hollywood me­ti­do a abo­ga­do, bo­rra­cha de una pa­sión que se le su­po­ne ló­gi­ca en in­fi­de­li­dad a una mu­jer cos­mo­po­li­ta de su tiem­po; su ma­ri­do lo acep­ta­rá, sa­be que es un acon­te­ci­mien­to tan nor­mal co­mo el sa­ber­lo an­tes de que se lo con­ta­ra. Todo el mun­do tie­ne de­re­cho a crear su pe­que­ña cons­pi­ra­ción mi­nús­cu­la, una que des­de fue­ra no en­tien­dan en su par­ti­cu­la­ri­dad los de­más pe­ro sí en­tien­dan en su ne­ce­si­dad pa­ra los que se con­tie­nen den­tro de sí. Cosas de la épo­ca, co­sas del estilo.

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