La subasta del lote 49, de Thomas Pynchon
A los seres humanos nos fascina la conspiración porque es una demostración de que incluso en el complejo orden en el que existimos, uno que parece tejido de tal manera que es imposible que el caos absoluto del cosmos se filtre ante nosotros, está sometido a los usufructos de un orden aun mayor; si la conspiración existe el caos y el azar ya no es cuestión de la ineficacia de los hombres para controlarlo, sino fuerzas que van más allá de nuestro comprensión que dominan el devenir de nuestro destino. El humanismo, la idea de que el ser humano está en el centro de todas las cosas, no sería posible sin la creencia de una infinidad de conspiraciones que articulan el mundo. Detrás de cada esquina hay una conspiración para el joven humanista, un loco Trístero en cada esquina, para el que necesita creer que no hay razón de existir para aquello que no proviene de la sabia mano de un hombre que ha decidido confrontar el destino de la raza entre las sombras de su Historia. La conspiración es nuestro mecanismo para no aceptar que en nuestro mundo tiene más valor el sinsentido que todo cuanto acontezca del sentido impregnado por el hombre.
Sólo a partir de ahí se entiende la tragedia de Edipa Maas, arquetípica mujer de los 60’s que se ve de repente siendo albacea de los bienes de un ex-amante muerto. Lo que apenas sí parecía que sería una maquiavélica dimes y diretes de bajo impacto en interés, cimentado esencialmente en el chismorreo que supone el saber para quien va quién, lo cual siempre propicia una interesante querencia del propio finado ante sus allegados, acaba desenvolviéndose en una conspiración histórica que va más allá del espacio y el tiempo. Esta conspiración sería una de baja intensidad, un lio de faldas de salón que apenas sí alarmaría a nadie: Edipa Maas encuentra el placer bajo los fornidos brazos de un ex-actor de Hollywood metido a abogado, borracha de una pasión que se le supone lógica en infidelidad a una mujer cosmopolita de su tiempo; su marido lo aceptará, sabe que es un acontecimiento tan normal como el saberlo antes de que se lo contara. Todo el mundo tiene derecho a crear su pequeña conspiración minúscula, una que desde fuera no entiendan en su particularidad los demás pero sí entiendan en su necesidad para los que se contienen dentro de sí. Cosas de la época, cosas del estilo.
Hablando de cosas de la época, la obsesión de Thomas Pynchon por un grupo como The Beatles tiene la razonable explicación de que su ascenso meteórico en el ámbito de la música se produciría precisamente durante el proceso de escritura de La subasta del lote 49. Quizás por eso las constantes referencias a los insectos ingleses más populares de los 60’s es parte de esa conspiración diaria, sencilla en sus propósitos, que se articula dentro del libro: las concesiones veladas aunque poco sutiles hacia el grupo se nos presentan como un hecho constante, casi como una pieza vehicular secundaria de la propia obra en sí, que define nada más y nada menos el hecho de que a Thomas Pynchon le gustó el grupo. Ese es el problema de las conspiraciones, por pequeñas que sean, que en ocasiones nos decepcionan porque lo que parece alguna profunda explicación al respecto de un acontecimiento dado sólo es una querencia particular por algo sin dobles fondos tras de sí. A veces la conspiración es sólo asumir el aspecto de una conspiración, querer racionalizar algo que no es más que una apetencia tan razonable como sinsentido.
El secreto de la conspiración es que siempre es la racionalización de algo que puede o no estar ahí. Thomas Pynchon sabe esto y lo único que hace es alimentar nuestro ego, siempre desmesurado y terrible, tendente hacia creer cualquier mínimo indicio de conspiración como una realidad insobornable, abotargándolo con conspiraciones sin par hasta que éste queda saturado de medios hilos que apenas sí pueden ser atados entre sí. La infinidad de conspiraciones que se desatan obnubilan el juicio y el entendimiento, se vuelven un velo de maya que no nos permite ver la realidad en sí. Pero, ¿y el estilo sublime con el que ha sido tejido el dichoso velo?
La conspiración del correo no sólo en EEUU, sino que obviamente también afecta desde sus primeros pasos a Europa resulta tan críptica que nuestros cerebros no pueden sino soltar inmensos chorros de serotonina a cada página pensando como resolver ese enigma imposible, recompensándonos por ponernos ante una intelectualización de una realidad que ve tan probable que necesariamente debe ser cierta. A esto ayuda el hecho de que Thomas Pynchon, ese loco ermitaño, insista en lanzarnos datos históricos reales aunque minoritarios de una forma tan precisa que no para de hundirnos a cada golpe cada vez más fuerte en la conspiración. El límite entre lo real y lo imaginario se difuminan, ya no sabemos muy bien que ocurre porque seguimos por inercia entre un mar de dudas en el que acompañamos a una Edipa Maas totalmente desesperada ante su situación: ¿hay realmente una conspiración o esto no es más que la alucinación de una mente enferma? Imagínense que realmente exista una respuesta a esta pregunta o, siquiera, que exista alguna diferencia según lo que respondamos. No importa si es una conspiración que nos supera o no, no podemos saberlo, pero necesitamos saberlo; ir más allá, saber un poco más, situarse en el saber absoluto: saber si es verdad ‑como si fuera posible conocer si una conspiración, algo sinsentido, es verdad.
¿Pero qué es el lote 49? Lo que justo íbamos a subastar ahora.
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