11のとても悲しい歌, de Pizzicato One
Aunque en ocasiones parezcamos reverberar en la opinión contraria, la realidad es que la existencia particular de todo ser humano se determina a través de una evolución constante que produce que sea imposible que éste se mantenga siempre dentro del mismo canon estético-ético sostenido en cada momento. Es por eso que la acusación de auto-plagio que se realiza a ciertos artistas no es una estupidez propia de esnobs trasnochados, sino que es algo real que acontece en sí cuando un autor es incapaz de evolucionar de un modo adecuado optando entonces por un infame auto-plagio en el cual re-definirse a través de volver su mirada al pasado. Quien no sabe madurar, vuelve otra vez a la adolescencia; quien no quiere madurar, hace como si fuera adolescente aunque su ciática se lo impida. Es por ello que toda evolución es siempre necesaria, pues sin ella nos estancamos en un pseudo-pensamiento estéril, produciendo que todo salto sea un salto de fe ciego en el cual tenemos que confiar que caeremos en el lugar que nos resultará más propicio ‑haz que pase el suficiente tiempo desde que viste por última vez a alguien y ese alguien te parecerá una persona completamente diferente.
Este problema, cuando hablamos de músicos ‑y de forma aun más redundantes si hablamos de músicos japoneses, acaba por ser una problemática tan profunda que parece casi imposible discernir que hay de real en la obra de un autor que hace ya diez años que permanecía en el más reposado de los silencios. El caso de Konishi Yasuharu es excepcional: 50% de Pizzicato Five, una carrera impecable y una capacidad para adaptarse a continuos vaivenes musicales que ningún otro grupo, ya no digamos otro músico, ha sabido asumir para sí. Es por ello que la anunciación de su vuelta al mundo de la composición sólo pudo desatar vítores y felicidad, aun con un pero, ¿es posible, siquiera lógico, que haya cambiado o no haya cambiado nada en este tiempo aun cuando fuera con el nombre de Pizzicato, esta vez, One que además es un disco de versiones? Lo que primero fueron vítores y felicidad de repente comenzó a enfriarse ante la posibilidad de encontrarnos con un Yasuharu estancado, demasiado adocenado por la costumbre como para volver a su sutileza de la apropiación como para acabar todo en un resultado atractivo. Y aun encima no fuera un disco de shibuya-kei, el género que prácticamente fundó, sino de jazz. Pero el resultado atestigua la fe que en él depositamos.
Ya desde su sugestivo nombre, Una y diez canciones muy tristes, hemos de tener claro que, en teoría, está muy lejos de cualquier animo festivo; aquí sólo hay sitio para la melancolía y la belleza a la que siempre ha generado culto. Quizás por ello se decide en su partir que todo vaya oscilando de forma notable entre la diversión romántica (I Wanna Be Loved You), la sensualidad (Bang Bang) y la tristeza como algo metódicamente calculado para resaltar el porte elegante de su propio ejecutor(Imagine). Para ello se nutre de muchos ritmos heredados del funk, todo bien aderezado con unas formidables voces negras del momento ‑aunque no necesariamente de dueños negros- que terminan de dar completud al resultado. Es por eso que las canciones derrochan fuerza, seguridad y carácter; es imposible no enamorarse a cada momento de cada una de las composiciones de las cuales se nutre el disco, no dejarse arrastrar en la caída libre de sentimiento que en estas desata de forma constante el japonés. Pero incluso el amor necesita de vez en cuando mirar más allá de sus propios horizontes, lo cual determinará que también haya sitio para el humor más simpático (Suicide Is Painless) con una encantadoramente naïf intervención vocal de Roger Nichols & The Small Circle of Friends. ¿Qué consigue con esto Yasuharu? Una serie de composiciones bien fundada, perfectamente calibradas en su tono y forma, para que nos sintamos representados en la exquisita magia que estas derrochan.
Jamás se ha hecho un disco de jazz que aúne mejor las raíces de color de la música con el particular carácter calmado nipón, y es por eso que podemos dilucidar que Yasubaru ha triunfado de un modo tan rotundo como espectacular. A través de la construcción de algo que se le suponía completamente ajeno ha conseguido perfilar una música completamente nueva pero que jamás termina de sonar como algo ajeno de su propia presencia. Más bien al contrario, la fuerza y elegancia que imprime el japonés en cada una de las canciones es propia de un hombre que ha sabido madurar desde las aspectualizaciones más coquetas de un pop claramente infantilizado, con ínfulas de parisismo chick, hacia un auténtico devenir de madurez; Pizzicato One no es mejor que Pizzicato Five, pero sí demuestra una calmada sobriedad de madurez que le aporta una fabulosa elegancia que parece casi impropia para un hombre intenso como Yasuharu. Todo lo que construye a través de estas diez canciones más una es el paradigma de una madurez que sólo se ha podido conseguir sustrayendo, entendiendo que la madurez es esa tendencia hacia la sobriedad que les ha llevado hacia caminos más trillados pero por eso más interesantes de perturbar para (de)construirlos como algo absolutamente nuevo.
Es por ello que la pretensión última que practica en este trabajo es la combinación fáctica del jazz con el espíritu, aunque nunca la forma, que dio vida al sentido último del shibuya-kei es un extraño viaje por un mundo de hadas donde todo es posible; la única posibilidad es rememorar aquellos pequeños amores imperfectos que por imperfectos fueron, precisamente, amores. O, ¿por qué no? Ser la banda sonora de nuestros particulares momentos ideales de romance. Eso es todo lo que consigue en este trabajo estos nuevos Pizzicato One, este trabajo que nos resulta familiar pero que muy lejos de auto-plagiarse han sabido beber de su propia fuente para construir un nuevo discurso más acorde con el tiempo y con su propio nuevo devenir. Porque no todo tiempo pasado fue mejor, porque en ocasiones el discurso de un tiempo pasado es ya en sí mismo mejor que ese tiempo.
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