Una novela en nueve cartas, de Fiódor Dostoyevski
Respetabilísimo señor y querido maestro, Fiódor Dostoyevski:
Llevo ya tres días detrás de usted, querido amigo, y se me ha mostrado en esta ocasión tan esquivo como en todas aquellas ocasiones en las que nos hemos encontrado de una forma casi más furtiva que intencionada, siempre a través del choque enigmático que nos hace creer que efectivamente había una razón específica para encontrarnos. En ocasiones parece como si no quisiera que nos encontráramos, que hiciera todo lo posible para que yo me olvide de usted, y sin embargo cada vez que nos encontramos no me deja tan apenas sí meter baza más allá de exponer y matizar algunas de las opiniones que me suscita su brillante pensamiento; a pesar de que usted es un buen amigo y mejor maestro, debo advertirle que suele ser cansado charlar con su egocéntrica circularidad. Permítame la reprimenda medio en broma, ya sabe que nunca le recriminaría algo así. Usted es como un faro de luz que ilumina el camino de las letras, según algunos hoy deshonradas porque seguramente siquiera saben leer, y siempre es un placer volver a encontrarse con usted aunque sea para una charla menor como la que se ha producido hoy ‑menor no por ser de un carácter menor, sino por haber sido particularmente breve.
Sabe que no le escribiría estas letras, menos aun con lo poco dado que soy al género epistolar, de no ser por que ha ocurrido un suceso particularmente sugestivo en mi persona que, a su vez, rememora la suya: he encontrado nueve cartas escritas por usted entre los anaqueles de mis papeles y libros en pila. Conoce usted mejor que nadie la tendencia del papel a apilarse, a no dejarnos ver más allá de su belleza ultraterrena que se va deteriorando con tal lentitud que parece que el tiempo sólo pase para nosotros y no para ellos; en el papel está la fórmula de la eterna juventud, de la existencia que desafía el espacio y el tiempo, porque lo que éste contiene siempre va más allá de su propio deterioro físico en sí. El papel está más allá del bien y del mal, más allá de la fisicalidad finita de los cuerpos: la escritura es el primer ejercicio de transhumanismo.
Perdón, en ocasiones divago sobre el propio ejercicio de mi técnica. Lo que quería decirle es que esas cartas me sorprendieron ya no por la extrema lucidez con la que estaban escritas, pues no espero de usted nada más que la brillante genialidad de un alma inmortal capaz de superar la propia consciencia de la limitación humana, sino que además me arrojó a los confines de una realidad que hasta ahora sólo conocía intuida. La profusión en la que usted desarrolla en estas nueve cartas un humor tan fino, pútrido y cruel que podría uno cortarse la garganta por unas risas tan mal intencionadas que sólo pueden causar dolor para quienes aun sigan creyendo en la moral; es usted el decano del dolor y la maldad, de la risa tan histérica que sólo puede ocultarse tras los posos de la más genuina amoralidad. Y brindo por ello, mi querido maestro. Donde otros sólo se quedan en la crueldad premeditada, en el previsible giro de toda forma en el final de su circunscripción, usted decide no sólo hacer eso sino también practicar un doble giro de campana con colisión acabada en lenta deflagración que se consume en el histérico dolor que se produce en el diafragma por las mandíbulas desencajadas; donde otros sólo consiguen originar tragedias por la maldad de las personas, o por su simple estupidez, usted consigue articular un auténtico análisis del alma humana sin abandonar la propia comedia que le es cercana.
Usted nos demuestra la imposibilidad de la comunicación, el absurdo de intentar penetrar en la mente del otro cuando éste se nos muestra opaco y con unas intenciones marcadas por la propia intencionalidad de los sucesos. Se estará preguntando usted que si así he entendido su escrito, pues también creo que no habría otra manera de entenderlo, por qué estoy escribiéndole estas lineas. Viejo zorro, maestro querido, amigo de la genialidad, usted sabe tan bien que yo que incluso aun cuando no podemos conocer exactamente lo que cualquier otro piensa eso no invalida de modo alguno la comunicación humana; yo quizás no entienda exactamente el pensamiento del otro, pero entiendo exactamente lo que puedo entender a través de mis propios prejuicios. Es usted maestro y señor, por eso quizás mi lectura sea siempre más agradable de lo que quizás debería ser ‑cosa dudosa, a alguien sólo se le considera maestro cuando su genialidad puede ser puesta en duda- pero de hecho se que no le concedo galones que usted no haya ganado ya antes con la fuerza de su propia escritura.
Sus cartas son crueles, tendenciosas y brutales, pero eso no podría impedirme que ahora yo le escriba una carta. De hecho ese es el único sentido por el que decido escribirle una carta en vez de volver a mi reclusión en la cual no escribo nada más largo que apenas sí unos breves pensamientos con una pluma seca de emoción: sólo por usted puedo retomar la fe en que es posible que la epístola sea algo más que un inane intercambio de pseudo-pareces, que pueda ser de facto la estructura idónea para construir un relato de desesperación mediada por la más pura comedia. Lo que nos muestra en esas cartas no es sólo como toda comunicación está mediada por los intereses de las personas, también que una carta puede ser algo más que una carta.
Bajo este prisma debo advertirle, maestro mío, que por su culpa quizás tenga que volver tras mis pasos para seguir leyendo todo lo que usted ha escrito en tanto su genialidad eclipsa cualquier noción de lo que se supone que es propio ya no de su siglo, sino de aquellos posteriores que ya usted no ha llegado a conocer. Es por ello que si oye hablar del posmodernismo, una infame clasificación tan idiota como era de esperar de los ignorantes que la usan, hágase el sorprendido aunque todo lo que hagan esos caballeros sea tan nuevo como ya lo era su adorado Don Quijote de la Mancha ‑del cual le reporto que volveré a él pronto, no se preocupe. Por eso veo necesario retomar su obra ahora con más fuerza, buscando de nuevo si en toda esa pila de papeles habrá más de aquello que usted produjo y yo me apropie ‑con lisonjerías y arrebatos- para así poder seguir disfrutando de aquello que se supone que es sólo muestra propia del tiempo que hoy vivo, pero que ya ayer fue algo nada nuevo pero siempre exquisito.
Ha sido un placer hablar con usted, mi querido amigo y quedo en disposición suya para cualquier asunto que quiera tratar sobre aquello que hemos hablado hoy o, al menos en esta ocasión, he monologado yo para cambiar por una vez la dinámica del intercambio.
Deja una respuesta