Fantasma, de Cornelius
¿Queda acaso algo de espacio para la fantasía en un mundo que se ha circunscrito, ahora ya sin ningún pudor, en una constante necesidad creada de alcanzar una hiperrealidad que, en su obscenidad, nos resulta demasiado real para soportarla? Sí, porque ahora todo es sólo fantasía, y para demostrarlo tenemos al adalid más radical de esa afirmación taxativa: Cornelius. Bien sea por su condición de pionero del shibuya-kei —dentro del cual, sería incluso pernicioso obviar a unos grandes en esta fantasmagoría crítica: Pizzicato Five— como parte integrante original de Flipper’s Guitar o por la condición igualmente deudora de japonés, en tanto es una cultura mucho más imbricada en un conocimiento naturalizado del mundo, Cornelius se ha movido en toda su carrera en la fina linea entre la fantasmagoría crítica y el idealismo fantástico; entre la visión del óxido que adorna los cimientos de lo que en el pasado fue un majestuoso monumento que hoy aun se pretende recuperar como tal y las posibilidades, a menudo acabadas, del mismo. Esto, que no deja de ser la dinámica propia de otros grupos de un género cuyo nombre viene del barrio más (hiper)tecnificado de Tokyo que hoy está en irónica decadencia por la obsolescencia tecnológica —convirtiéndose el que siempre había sido un barrio vampírico por definición, un barrio siempre alegoría del avance tecnológico último de cada época, en una fantasmagoría durante el proceso. Pero sería Keigo Oyamada, nombre circunscrito al orden de lo real/oxidado de Cornelius, quien lo llevaría hasta sus límites musico-geográficos más radicales.
En una elección por contagiarse de los sonidos más pop nos encontramos, paradójicamente, el disco más experimental que haya dado nunca el shibuya-kei en tanto rompe su condición en la bipolaridad radical que implica la búsqueda del extrañamiento a través de lo absolutamente normalizado. Entre una repetición continua de loops, la total renuncia al estribillo —porque, en último término, todas las canciones aquí contenidas son sólo estribillos o, horror, ¡jingles!— y un uso casi abusivo de peculiares glitch sin sentido —que, sin embargo, encajan de forma particularmente armoniosa— consigue dar un giro de 360º a un género que parecía acompañar en su condición de agente espectrológico al barrio de cuyo nombre ha tomado nominalismo: parte del pop para, en sus coordenadas totalmente opuestas, acabar de forma absoluta con el pop: es una democratización absoluta (y absurda) de la experimentación como elemento posible de una cultura de masas inteligente. Esto lo consigue siempre, como no podía ser de otro modo en él, con ritmos heredados de la bossa nova acompañados de voces y coros de reminiscencias fantasmagóricamente infantiles. El sintetizador queda sólo como el despunte momentáneo, el amigo fiel siempre presente en segundo plano, que disrupte toda noción presente de pop hasta el momento para hacerla, precisamente, ese rara avis particular en el cual conduce su ser-experimental como si de hecho no fuera un ejercicio de exclusión sonora.