Sobrevivir a la adolescencia no es poca cosa. Recuerdo el instituto como una concatenación de clases sin demasiada importancia, de horas en los pasillos, de complejas estructuras sociales que nada tienen que envidiar a las que después se han arrojado todos mis compañeros; arrojados, al menos, en la ficción, ya que la mayoría no tenían madera o contactos para introducirse ellos mismos en política. Entonces había una chica. Supongo que siempre hay una chica. Su pelo se antojaba cascada caoba, sus ojos brillaban de ingenio y, cuando me escrutaba, sentía que me estaba mirando alguien no del todo humano: no un ángel, no caeré en ese lugar común, sino alguien observando algo que consideraba fuera de lugar. Fuera del orden de aquel particular microcosmos. Un día cualquiera alguien dejó una carta sobre mi mesa, un reclamo para que acudiera a la parte de atrás de la escuela; no le di mayor importancia hasta que mis compañeros la vieron, con las consiguientes risas y comentarios que inflamaron algo dentro de mí. En particular, tras de mis mejillas. Dudé durante unos minutos sobre qué hacer, al fin y al cabo era eso o atender a las explicaciones durante la clase de inglés y, sólo entonces, tomé la única decisión posible.
Allí estaba ella. Su cascada, su brillo, su escrutar; se mordía el labio, jugaba con su pelo, su mirada se fugaba hacia todas partes: aquello que la inquietaba era algo que no podía entender en aquella época, mucho menos digerirlo. Cuando se acercó y me dijo que si quería quedar alguna vez con ella, ya sabes, fuera de clase, tomar algo, conocernos mejor, mi corazón comenzó a acelerarse. No podía pensar con claridad. Me subía un extraño dolor por el brazo y, entonces, me desplomé. Lo siguiente que recuerdo es estar en la cama de un hospital.