Sobrevivir a la adolescencia no es poca cosa. Recuerdo el instituto como una concatenación de clases sin demasiada importancia, de horas en los pasillos, de complejas estructuras sociales que nada tienen que envidiar a las que después se han arrojado todos mis compañeros; arrojados, al menos, en la ficción, ya que la mayoría no tenían madera o contactos para introducirse ellos mismos en política. Entonces había una chica. Supongo que siempre hay una chica. Su pelo se antojaba cascada caoba, sus ojos brillaban de ingenio y, cuando me escrutaba, sentía que me estaba mirando alguien no del todo humano: no un ángel, no caeré en ese lugar común, sino alguien observando algo que consideraba fuera de lugar. Fuera del orden de aquel particular microcosmos. Un día cualquiera alguien dejó una carta sobre mi mesa, un reclamo para que acudiera a la parte de atrás de la escuela; no le di mayor importancia hasta que mis compañeros la vieron, con las consiguientes risas y comentarios que inflamaron algo dentro de mí. En particular, tras de mis mejillas. Dudé durante unos minutos sobre qué hacer, al fin y al cabo era eso o atender a las explicaciones durante la clase de inglés y, sólo entonces, tomé la única decisión posible.
Allí estaba ella. Su cascada, su brillo, su escrutar; se mordía el labio, jugaba con su pelo, su mirada se fugaba hacia todas partes: aquello que la inquietaba era algo que no podía entender en aquella época, mucho menos digerirlo. Cuando se acercó y me dijo que si quería quedar alguna vez con ella, ya sabes, fuera de clase, tomar algo, conocernos mejor, mi corazón comenzó a acelerarse. No podía pensar con claridad. Me subía un extraño dolor por el brazo y, entonces, me desplomé. Lo siguiente que recuerdo es estar en la cama de un hospital.
Diecisiete años y un infarto por defecto congénito del corazón. Fabuloso. Había precedentes de problemas cardiovasculares en la familia, pero nunca pensé que podrían afectarme a mí, no antes de alcanzar una vida madura y plena donde pudiera digerir eso como un proceso connatural a la vejez. A partir de entonces el mundo se volvió muy aburrido, no podía hacer nada salvo leer —todavía tiembla la biblioteca del hospital con sólo pensar en mi apetito voraz, casi enfermizo — , porque las visitas se acabaron pronto. Demasiado pronto. Familiares, compañeros y amigos se olvidaron de mí, e incluso aquella chica, que vino seis o siete veces, acabó por no volver después de que la última vez que estuvo conmigo no supo siquiera que decir desde que entró en la habitación. Yo tampoco ayudé en nada, lo admito. Dado que mi corazón podía dejar de funcionar en cualquier momento, los médicos decidieron, con consentimiento de mi familia, que lo mejor sería transferirme a un instituto especial: un instituto para discapacitados.
El Instituto Yamaku para jóvenes discapacitados es un sitio agradable, lejos de la idea de un hospital o un espacio de control, en tanto su principal preocupación es lograr el máximo grado posible de autonomía en sus estudiantes. Tiene grandes jardines, todo está diseñado para que haya la menor cantidad de barreras físicas posibles y, además de una enfermería enorme, el hospital general de la región está a doscientos metros del campus; fue un cambio brusco, pero me sentía más cómodo allí que en el hospital o mi antiguo instituto. Era un lugar agradable, no una cárcel. De todos modos, los principios siempre son duros. Yo me sentía como un imbécil al no saber como tratar a los demás —todos allí saben valerse por sí mismos, pero, ¿debería hacer algo para ayudarles o lo verán como una intromisión paternalista? La única respuesta válida es la lógica: son personas, déjales hacer, si necesitan ayuda la pedirán. Me costó bastante entender algo tan sencillo — , pero no me costó integrarme. Mi compañero de pasillo, el cual estaba casi ciego pero todavía era capaz de ver algo, era un geek obsesionado con destapar «una conspiración feminista a nivel mundial», pero, por lo demás, todo estaba bien. O todo fue bien a partir de que conocí a Emi Ibarazaki.
¿Que cómo nos conocimos? Oh, ya sabes, lo típico: yo necesitaba hacer ejercicio suave para fortalecer mi corazón por prescripción médica, ella es atleta y necesitaba alguien para entrenar por las mañanas. Visto en perspectiva, sospecho que el enfermero tuvo en mente algo más que los intereses en común que pudiéramos tener por aquel entonces. Ya en nuestra primera carrera, y a pesar de que Emi no tiene piernas —salvo las protésicas, se entiende — , la cosa se nos fue de las manos: yo acabé con una arritmia por culpa de intentar seguirle el ritmo, ella acabó preocupada llevándome a la enfermería. No aceptó una negativa por mi parte. A partir de entonces no se separó de mi lado, obligándome a seguir una dieta y una rutina de ejercicios. ¿Cómo no empezar a verla de otra forma?
Emi tiene su propia historia, claro, pero si alguien debería contárosla es ella, no yo. Además, para empezar, he omitido ciertas cosas. En realidad nos conocimos cuando ella, accidentalmente, me dio un cabezazo en el pecho mientras iba corriendo por el pasillo; ya sabes, no podía no fascinarme: aquella chica diminuta, de apenas metro cincuenta, con sus dos coletas y su aspecto aniñado a pesar de ser mayor que yo, tenía algo especial. Aquella vitalidad, aquel afán de no dejarse derrotar por nada. Su espíritu luchador me atrajo, pero me enamoró su ternura, su incendiario joie de vivre.
Nos hicimos cercanos con facilidad, casi sin darnos cuenta. Cuando yo dudaba de si habría algo entre nosotros, ella me pidió con socarronería que la besara antes de que sonara la campana; cuando ella estuvo triste por algo que no quiso contarme, yo le hice saber que estaría allí para lo que necesitara sin importar las circunstancias. Avasalla, pero le gusta mantener su propio ritmo. Me gusta eso de ella, incluso cuando para otros es un defecto. Puede costarle tiempo, puede pensarlo todo tres o cuatro veces, pero siempre tiene una respuesta y acaba enfrentándose con la realidad; nunca sale huyendo, aunque eso le cueste más de lo que tiene, porque sabe que la vida es una carrera. Siempre hacia adelante, siempre hacia el futuro. Cada paso atrás es una derrota y ella no las admite, por eso a veces tropieza y dice que no le pasa nada cuando es evidente que está rota. No está huyendo, está evitando que le impidamos seguir corriendo. La quiero porque no necesita un white knight, con el complejo que he tenido siempre de serlo, porque no lo quiere, porque siempre acaba sabiendo aceptar la ayuda de quienes la queremos. Aunque le cueste trabajo hacerlo.
Emi es fuerte, la persona más fuerte que conozco, infinitamente más fuerte que yo o su familia o cualquiera de nuestros amigos. ¿Podría esto no acabar siendo una oda de amor hacia la chica más sorprendente que he conocido nunca? No tiene piernas, sí, ¿y a quién le importa eso? Tiene un corazón más grande que ninguna otra persona en el mundo, eso es lo importante. Y, aunque no entiendo por qué, yo he podido mudarme a vivir en él. Bien, quizás la adolescencia es un tiempo difícil, pero es un lugar cálido en el que vivir sin es con Emi Ibarazaki.
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