I Sell the Dead, de Glenn McQuaid
Toda ausencia crea una necesidad y cuando la muerte se convierte en motivo de censura surge en la noche el fructífero negocio de traficar con lo prohibido por blasfemo. La censura en todo acto que implique la manipulación de cadáveres, o la limitación extrema de cuales pueden ser sus usos y hábitos de realización incluso para la ciencia médica, sería el motivo por el cual hasta que no se regulara la libre disposición de cadáveres bien entrado el siglo XIX el robo de cuerpos inertes fuera un hecho relativamente común en la vieja Europa —lo cual nos lleva hasta otro punto, sólo cuando regulas aquellas cosas que la gente va a hacer también ilegalmente dejas de ocasionar innecesarios problemas en el seno de la sociedad — ; la necesidad científica de la investigación fisiológica llevaba hacia la querencia por los muertos recientes y, por extensión, creo un mercado negro desregulado. No se puede pretender legislar a golpe de moral, porque de hecho en la sociedad se integrarán siempre las necesidades humanas a través de las diferentes disponibilidades mercantiles que en cada caso se puedan sostener.
Si bien la venta de cadáveres es el contexto en el que se mueve I Sell the Dead, la realidad es que éste discurso lo lleva hasta sus últimas consecuencias a todos sus niveles: la (auto)regulación de un mercado negro, por absurdo y extraño que éste pueda parecernos, es un hecho que siempre está ahí independientemente de nuestros esfuerzos por destruirlo. Igual que la prostitución o el tráfico de drogas sigue en marcha por mucho que se le asesten golpes definitivos, el robo de cadáveres fue común hasta que se volvió innecesario o, lo que es lo mismo, legal.