I Sell the Dead, de Glenn McQuaid
Toda ausencia crea una necesidad y cuando la muerte se convierte en motivo de censura surge en la noche el fructífero negocio de traficar con lo prohibido por blasfemo. La censura en todo acto que implique la manipulación de cadáveres, o la limitación extrema de cuales pueden ser sus usos y hábitos de realización incluso para la ciencia médica, sería el motivo por el cual hasta que no se regulara la libre disposición de cadáveres bien entrado el siglo XIX el robo de cuerpos inertes fuera un hecho relativamente común en la vieja Europa —lo cual nos lleva hasta otro punto, sólo cuando regulas aquellas cosas que la gente va a hacer también ilegalmente dejas de ocasionar innecesarios problemas en el seno de la sociedad — ; la necesidad científica de la investigación fisiológica llevaba hacia la querencia por los muertos recientes y, por extensión, creo un mercado negro desregulado. No se puede pretender legislar a golpe de moral, porque de hecho en la sociedad se integrarán siempre las necesidades humanas a través de las diferentes disponibilidades mercantiles que en cada caso se puedan sostener.
Si bien la venta de cadáveres es el contexto en el que se mueve I Sell the Dead, la realidad es que éste discurso lo lleva hasta sus últimas consecuencias a todos sus niveles: la (auto)regulación de un mercado negro, por absurdo y extraño que éste pueda parecernos, es un hecho que siempre está ahí independientemente de nuestros esfuerzos por destruirlo. Igual que la prostitución o el tráfico de drogas sigue en marcha por mucho que se le asesten golpes definitivos, el robo de cadáveres fue común hasta que se volvió innecesario o, lo que es lo mismo, legal.
Arthur Blake y Willie Grimes, los dos pícaros protagonistas de la película, son precisamente la glorificación de esta necesidad de un mercado secundario que satisfaga el deseo que el mercado primario se niega a escuchar: en tanto el robo de cadáveres da dinero el siguen con ello, por absurdas y quijotescas que se conviertan sus aventuras —lo cual incluye el hilarante robo de un alíen o el encuentro con toda clase de no-muertos — , continúan haciendo de éste su modus vivendi lógico; mientras exista dinero negro para trabajar habrá gente dispuesta a hacer algo ilegal, mientras existan deseos proscritos existirá dinero negro para satisfacerlos.
La caracterización en la película de como toda la jerarquía del mercado negro se establece por su propia necesidad para crear un constante flujo de mercancía suficiente se demuestra en los diferentes eventos (la perdida de dos zombies por parte de una expedición clandestina) o actores (la familia Duffy) que se dan la mano a lo largo de una película que, sin abandonar nunca su absurdo humor con tintes de terror, sirve como glorificación de esos héroes outsiders capaces de arriesgar su vida para ganarse la vida haciendo del deseo ajeno su triunfo. Si en el proceso no sólo subsisten sino que, como buenos pícaros, hacen de la ausencia de vista lógica de la sociedad un fructífero negocio nadie puede condenarles — I Sell the Dead es una oda al absurdo, al imposible y a la picaresca demasiado estúpida para darse cuenta hasta que punto es imposible que acaben bien lo que hacen triunfando sobre la derrota segura a través de la pura fuerza del saber retorcer la realidad en su beneficio, como la propia I Sell the Dead.
Esta explotación del deseo que está sin abastecer, bien sea a través del mercado negro (la historia de la película) o a través del circuito independiente del cine (la película en sí), sería a través del cual podemos vislumbrar ese todo absurdo y extraño en el cual se mueven unos personajes tan fascinantes como reconocibles en su picaresca, pues en nada se diferencian Arthur Blake y Willie Grimes o el propio Glenn McQuaid de los usos (y abusos) del más famoso lazarillo que ha tenido la literatura: si la necesidad apremia, sea propia o ajena, el ingenio vale más que el dinero. Es por eso que salen triunfando en todos los embolados en los cuales se meten de una manera excesivamente inconscientes, sin tener en cuenta la imposibilidad fáctica de salir airosos, porque de hecho el mundo es de los inconscientes que por satisfacer los deseos propios o ajenos sin explotar deciden hacer de su ingenio la base a través de la cual crear un nuevo paradigma en el mundo.
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