Rock Band Unplugged , de Harmonix y Backbone
Actualmente la aspiración de la mayoría de videojuegos es parecerse cada vez más a lo real, ser un perfecto simulacro que permita ser el sustitutivo ideal de una realidad que se nos hace demasiado pesada para vivir de diario. Aunque esta evolución del videojuego hacia esa fantasmagoría siempre se ha caracterizado bien o a través de los gráficos, y su incesante evolución obsesiva hacia lo hiperreal, o mediante la creación de una segunda vida, enfatizada de forma particular en el presente en los cada vez más moribundos MMORPG y la gameficación de la vida, la realidad es que existe un género que ha llevado el simulacro hasta el límite de difuminar el acto real de el juego, estos son los benamis o juegos musicales.
Los benamis nacieron como simples juegos de ritmo en los cuales seguir unos ciertos patrones a través de una música dada para convertirse rápidamente en algo más complejo: una simulación completa del acto de tocar un instrumento cual sea o, dentro de esa misma connotación, el baile en sí con el cuerpo. Este segundo caso es paradigmático desde el Dance Dance Revolution hasta cualquier juego de Wii o Kinect con pretensiones de hacer del espasmo pseudo-rítmico su leit motiv, pero donde el simulacro se vuelve más completo por la realización de una mediación particular es en los juegos musicales donde debemos tocar un instrumento en particular —aunque podríamos afirmar a su vez que hacer del baile el acto principal, de fisicalizar absolutamente el juego, estamos sumergidos en un acto simulacral total pero que se rompe por la imposibilidad de mantener la ficción de que yo estoy bailando en sí (lag, mala coordinación de movimientos, que no necesariamente por practicar más tengo que bailar mejor, etc.). Es en una saga como la de Harmonix, creadores de Rock Band, donde se ha conseguido crear la simulación última: tenemos la sensación no sólo de estar tocando un instrumento real, sino de estar tocando en un grupo donde la coordinación entre los diferentes miembros del mismo es condiquio sine qua non para el éxito más allá de la diversión en sí misma; el simulacro es tan perfecto que no prima la diversión o la competición, actos propios del juego, sino que lo que prima es la perfección de la ejecución conjunta en sí misma, una premisa propia del arte.
Como transportar esta sensación hasta una portátil, hasta un lugar donde no existe una instrumentación específica que nos permita construir la sensación (falsa) de estar tocando los instrumentos, es el reto ante el cual se encontraba Rock Band Unplugged. La manera de enfrentarse a ello es partiendo del hecho de que no podían sumar nada, pues su hermano mayor ya había sumado todo lo que era posible sumar dentro de una experiencia de videojuego (instrumentos pseudo-reales, esencialmente), por lo cual decidieron partir de la resta de todo aquello que es superfluo dentro de una premisa de lo que debería ser un juego de ritmo: cuatro instrumentos, cuatro botones, cuatro colores, dos gatillos y buena música, eso es lo que nos ofrece este juego: la quintaesencia de lo que debe ser cualquier buen juego de ritmo. A partir de ahí se nos define como el epitome del QTE, del juego de habilidad, del anda, dame ahí en el momento justo en su forma más pura al obligarnos a manejar todos los instrumentos a la vez, cambiando de uno a otro, premiándonos con el piloto automático a un instrumento durante un rato cuando hacemos un fraseo completo a la perfección. Esa sensación de necesidad de perfección, de acto grupal, se consigue igualmente a través precisamente de la imposibilidad de alcanzar todo; sólo cuando sabemos calibrar el momento justo de poseer cada instrumento seremos capaces de llegar a un éxtasis ya no musical, sino esencialmente lúdico en tanto el instrumento pasa a tocarse sólo durante un tiempo.
La maravilla de este reductum ad absurdum es precisamente como elimina cualquier gesto de simulacro, cualquier pretensión de parecerse a lo real en sí, abrazando ya sin prejuicio alguno su carácter puramente lúdico a través de la fantasía en su forma más pura. Sigue ahí el sentimiento de perfección, la necesidad de ritmo y la música que sintetiza el puro espíritu del rock pero, sin embargo, se elimina todo aquello de lo real que resulta un lastre para la diversión: (la inoperancia) del otro. El otro se convierte en un fantasma de perfección, en un reflejo de la propia perfección que yo he conseguido extender en el espacio y el tiempo por mi pura habilidad, eliminando así cualquier necesidad de una perfección absoluta coordinada en una muestra de virtuosismo pajero carente de sentido dentro de una lógica lúdica; lo que hace Rock Band Unplugged no es sólo eliminar todo aquello que conduce a los benamis hacia un estatuo perpetuo de simulacro y, por extensión, menos videojuego, sino que también elimina todo aquello que produce que sea menos divertido.
En último término sólo se nos deja desnudos ante nosotros mismos, ante nuestra (in)capacidad latente que desarrollar a través del puro machaqueo pero, también, suscitando que cualquier triunfo o derrota será exclusivamente nuestro. No hay lugar para concesiones a lo real o de pretender que se está tocando un instrumento, aquí lo único que puede hacerse es mantener un ritmo constante seguido de una música que emitimos por omisión —de fallos, pues suena la música que no estamos tocando— en una búsqueda constante de una catarsis personal; el simulacro se rompe porque, de hecho, no hay simulacro en sí: somos en todo momento plenamente conscientes de que estamos ante un juego pero, por ello, también podemos alcanzar un éxtasis auténtico que no podía acontecer en el simulacro. El simulacro en tanto realidad falsa, en tanto instrumentos de plástico con botones que no nos dicen nada sobre nuestra capacidad para tocar un instrumento —o peor aun, nos afirma en nuestra absoluta incapacidad de tocar uno — , nos aleja de cualquier sensación de victoria o éxtasis al comprobar que de hecho lo único que hemos hecho es repetir mecánicamente una serie de golpes rítmicos como sí estuviéramos tocando nosotros la música. En Rock Band Unplugged en tanto la ausencia de pretensión de lo real es siempre constante, en tanto es un juego en sí, el éxtasis por una ejecución perfecta está garantizada: no me dice nada sobre la habilidad que creo poseer y no poseo (tocar un instrumento) sino que me habla sobre la habilidad que creo poseer y de hecho poseo (ser bueno en un videojuego). Pues el simulacro es la pantomima que nos aleja de la auténtica realidad en sí.
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