El problema de la identidad siempre está ahí presente, todos nos acabamos enfrentando en cierto momento a la dichosa comparación de “se parece a lo que hace x”, donde x seguramente es alguien con quien no correspondamos ningún paralelismo. Así en el cine estamos hartos de ver “el nuevo x” que la crítica nos introduce en la garganta con tantísimo gusto para sí mismos; con su particular ignorancia. Por eso Katsuhito Ishii sufre el ser el nuevo Quentin Tarantino japonés, cosa que demuestra sobradamente no ser en Shark Skin Man and Peach Hip Girl.
Kuroo Samehada, un siempre genial Tadanobu Asano, es un yakuza que ha robado un millón de yenes lo cual provoca el leit motiv de la película: una huida desenfrenada de un clan de yakuzas que van desde un yonki recién salido de Barranquillas hasta varios asesinos estancados en la peor etapa del glam rock; todo ello sin contar con su jefe, Sawada, un experto en cuchillos coleccionista de posters. A su vez conoceremos la huida de Toshiko Momojiri, una joven que harta de los abusos y palizas por parte de su tío huye de casa. No correrá ella una mejor suerte ya que tendrá que huir de uno de los hombres de confianza de su tío, un asesino amateur que se cree robot con tendencias homosexuales. Cuando ambos fugitivos choquen tendrán que huir juntos casi como por necesidad, incapaces de separarse el uno del otro; con esto articulan el propio subtexto de la película: una perversión de las comedias románticas llevadas a través del prisma de una historia canónica de yakuzas. En una espiral de locura ascendente van surgiendo diferentes relaciones amorosas, entrecruzándose los intereses, estallando al final todas las pasiones prohibidas constituidas a lo largo del metraje. Con mucha sorna Ishii nos ofrece la muestra última de amor en un mundo donde todas las personas tiene un arma cargada bajo la almohada: matar a todos tus enemigos.