El problema de la identidad siempre está ahí presente, todos nos acabamos enfrentando en cierto momento a la dichosa comparación de “se parece a lo que hace x”, donde x seguramente es alguien con quien no correspondamos ningún paralelismo. Así en el cine estamos hartos de ver “el nuevo x” que la crítica nos introduce en la garganta con tantísimo gusto para sí mismos; con su particular ignorancia. Por eso Katsuhito Ishii sufre el ser el nuevo Quentin Tarantino japonés, cosa que demuestra sobradamente no ser en Shark Skin Man and Peach Hip Girl.
Kuroo Samehada, un siempre genial Tadanobu Asano, es un yakuza que ha robado un millón de yenes lo cual provoca el leit motiv de la película: una huida desenfrenada de un clan de yakuzas que van desde un yonki recién salido de Barranquillas hasta varios asesinos estancados en la peor etapa del glam rock; todo ello sin contar con su jefe, Sawada, un experto en cuchillos coleccionista de posters. A su vez conoceremos la huida de Toshiko Momojiri, una joven que harta de los abusos y palizas por parte de su tío huye de casa. No correrá ella una mejor suerte ya que tendrá que huir de uno de los hombres de confianza de su tío, un asesino amateur que se cree robot con tendencias homosexuales. Cuando ambos fugitivos choquen tendrán que huir juntos casi como por necesidad, incapaces de separarse el uno del otro; con esto articulan el propio subtexto de la película: una perversión de las comedias románticas llevadas a través del prisma de una historia canónica de yakuzas. En una espiral de locura ascendente van surgiendo diferentes relaciones amorosas, entrecruzándose los intereses, estallando al final todas las pasiones prohibidas constituidas a lo largo del metraje. Con mucha sorna Ishii nos ofrece la muestra última de amor en un mundo donde todas las personas tiene un arma cargada bajo la almohada: matar a todos tus enemigos.
Pero si de algo trata la historia en último término es, sin ningún lugar a dudas, sobre como la casualidad ‑o el destino quien así lo prefieran- acaba por atribular los designios de los deseos. Movidos por la mano de dios no sabremos hasta el inminente final como éste fue propiciando todas las actuaciones ocurridas al alocado Samehada; todo aquello que parece fruto de la casualidad o el destino es visto así únicamente por la falta de información de la que disponemos. Las elipsis, los momentos que parecen fuera de la historia, y los interrogantes que parecen deus ex machina de manual no son más que los precisos tejemanejes de un personaje que se mantiene, siempre agradecido, tras el telón. Ejerciendo como un Dios omnipotente va manejando los hilos para que Samehada se dirija hacia su destino adecuado independientemente de sus deseos, le lleva directo hacia confrontar sus deseos en vez de huir de ellos; hacia el amor y la venganza. Pero incluso dios depende de la fortuna pues, al final, si todo ocurre es por el hecho fortuito del choque entre Momojiri y Sawada, que permite la huida y (re)encuentro de los futuros amantes. En el deseo, incluso cuando hay una guía evidente, hay un cierto componente de fortuna en los encuentros fortuitos del mundo.
Al final, todo el elipsis, Samehada acaba por hacer lo que dios acepta como lo correcto; lo que sus deseos le instaban a hacer pero su racionalización de los mismos le conducía a evitar. Por ello Ishii está muy lejos de Tarantino pues donde éste sólo articula personajes llevados por sus deseos hasta el extremo, Ishii conduce en dirección contraria: sus personajes huyen de lo que son para encontrarse de frente con el mundo conspirando para hacerles ser ellos mismos. Yo soy mis deseos y como los conduzco.
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