Mi primo, mi gaestronterólogo, de Mark Leyner
¿Cómo describir aquello que se pretende en un perpetuo estado de aceleración? La sustancia sobre la forma condiciona el discurso cuando lo único que puede provocar una deceleración del devenir inconstante del pensamiento es el accidente; cuando la literatura de la catástrofe se sumerge en los principios de la aceleración perpetua —de la corrosiva cyberproyección de cuatrocientos nanómetros por segundo de ácido fórmico diluido en una base de ion hidronio— sólo existe la posibilidad de frenar cuando la cabeza cromada restalla violentamente en disparadas secciones de hiperviolencia proyectada sobre el salpicadero de la literatura. La culpa neurótica de una lesiva ginodroide con un kiwi por mascota nos sumerge en la idea base: toda posibilidad está abierta al encuentro. Sigue deviniendo, sigue cambiando, sigue acelerando.
Para hablar de aquello que rehuye ser hablado, hay que rehuir la pretensión de hablarlo — nada hay en Mark Leyner que no sea la poética intención de su llenar el mundo. La televisión deviene poesía cuando la comprendemos que no es más ruido blanco, sino información pura: ¿qué es si no alegoría de lo vivido el encuentro fortuito entre un homicidio en la América profunda, un cocinero bromeando al respecto del concepto batir huevos y un reality show donde no ocurre nada salvo asistir a la violentación de la carne por la inacción cotidiana? Eso es el zeitgeist, nena —dijo Georg Wilhelm Friedrich Hegel mientras me invitaba a la segunda copa de ácido γ‑hidroxibutírico con un ligero toque de gasolina. Destellos fulgurantes que parecen inconexos con respecto del momento anterior, pero que sin embargo siguen un cierto orden regido por el intento de dotar al conjunto de un mismo contexto poético. Aceleración descontrolada para crear el paisaje último de la catástrofe; desgarrar la carne de la televisión para poder ver más allá del arte que muchos creían agotado.