La dificultad de decir «no». Sobre «The Raid 2: Berandal» de Gareth Evans
A nadie le enseñan a decir «no». Desde que somos niños se nos bombardea con la necesidad de inclinar la cabeza ante el raciocinio de nuestros superiores, nuestros padres primero y nuestros profesores y jefes después, aceptando sin discusión ni argumento todo aquello que tengan a bien imponernos; afirmar el «no» como posibilidad real, como confrontación que es un encuentro donde se habla de igual a igual —que no por ello socava la autoridad ajena, sino que sitúa la conversación en un empoderamiento del que disiente: se plantea la posibilidad del error del otro desafiándolo, pero sin ignorarlo — , también descompone todo orden de autoridad. Saber decir «no», incluso a uno mismo, es lo que nos sitúa en relación de igualdad con el mundo. Quien no sabe negar la adecuación de los pensamientos o deseos de los otros o uno mismo, de la autoridad interior o exterior, es aquel que sólo tiene la posibilidad de someterse a la voluntad de aquellos que, por necesidad, no pueden saber siempre aquello que es más apropiado para él. Si es importante saber decir «no» es porque, en último término, todo «sí» nace de saber articular primero un gran «no».
The Raid 2: Berandal acaba con un «no» tan grande, tan espeluznante, que hace temblar las bases mismas de lo que debe ser el cine de acción. Rama, en su papel de mesías de la violencia divina, dice un taxativo «no» a todo lo que dábamos por hecho hasta el momento: no a la violencia, no a la venganza, no a la subordinación al deseo del otro. Esa negación no significa que se desprenda de toda posibilidad de acción, la cual tampoco ha agotado hasta el momento —a pesar de contener algunas de, sin exagerar, las mejores escenas de lucha cuerpo a cuerpo de la historia del cine — , sino que la reinventa en un momento dado como un movimiento ético-político que hace de la palabra la hostia más grande e inesperada de cuantas eran posibles: al negarse a luchar, a seguir buscando por todos los medios destruir el crimen y la corrupción en Indonesia, es cuando la película asume el concepto de acción hasta sus últimas consecuencias. Si hasta entonces era una herramienta de la violencia mítica, la fuerza que emana del poder establecido para reprimir a la sociedad —siendo que no se puede considerar que lo sea menos la mafia que el estado, por más que se pretenda distinguirlos — ; cuando mira a cámara, cuando nos mira a los ojos, y nos dice «no» es cuando asume su papel de mesías de la violencia divina, la fuerza que emana del poder del hombre para aceptar sólo aquello que es su propio deseo y destino.